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Noviembre 07, 2019 22:31 hrs.

Alejandro Cea › diarioalmomento.com

Cultura ›


En la ciudad de México, en la esquina conformada por las calles de República de Salvador y la avenida Pino Suárez hay figuras en mosaico alusivas a la recepción en Tenochtitlán de Hernán Cortés y sus compañeros y aliados. Ahí mismo en el templo de Jesús Nazareno se encuentra a un lado del altar mayor una modesta placa de bronce que dice: Hernán Cortés y bajo el nombre: 1485 – 1547. Es todo. Muy pocos visitan el templo oscuro, abandonado que guarda un mural inconcluso de José Clemente Orozco sobre los daños de la Segunda Guerra Mundial. Y menos saben que ahí, después de años de estar ocultos por temor a una profanación están los restos de Hernán Cortés.

Curioso, pero con excepción de la colonia denominada Moctezuma ninguna calle o avenida de la ciudad de México recuerda al emperador, como tampoco existe alguna para Hernán Cortés. Ambos, sin embargo, fueron personajes centrales de una gran y terrible historia. Ambos están en el origen fundacional de lo que hoy llamamos nación mexicana.

La tontería de exigir disculpas a España niega parte de lo que somos y la tontería de desconocer la crueldad de la conquista niega uno de los hechos más dolorosos de la historia: la destrucción de una civilización que tomaba fuerza. El encuentro entre Cortés y Moctezuma culmina una aventura de conquista, política, temores y abusos y da inicio a momentos de gran violencia que están en nuestras raíces históricas. Su conocimiento es más que un dato para conocedores, es la oportunidad de reflexionar sobre lo que hemos sido y de valorar los esfuerzos de muchas generaciones para alcanzar una unidad que nació con guerra, violencia, ruptura. De ahí estos recuerdos.

El 8 de noviembre de 1519 cerca de trescientos españoles acompañados por al menos cuatro mil guerreros y cargadores de Tlaxcala, Chalco, Xochimilco, Atzcopotzalco, Huejotzingo y Cempoala, todos enemigos del pueblo azteca, llegaron a Tenochtitlán. La ciudad en pleno salió a recibirlos. La calzada de Iztapalapa, por donde entraron, las azoteas y las escalinatas de los templos estaban atiborrados por los habitantes de la más poderosa de las ciudades de Mesoamérica. Miraban con curiosidad a quienes eran tan diversos en su vestir y presencia física. Miraban con desprecio y temor a los hasta ayer sus súbditos. Entre estos había odio y deseo de venganza: por los años de sumisión, las guerras floridas, los tributos y el sacrificio en el templo de muchos de sus familiares.

Haría falta el arte de un gran literato de los movimientos de masas como Víctor Hugo, Tolstoi o, recientemente Vargas Llosa en la Guerra del Fin del Mundo para poder describir sin traicionarlo uno de los hechos más importantes de la historia del occidente: la entrada a Tenochtitlán y el encuentro entre Cortés y Moctezuma. Haría falta un dramaturgo de la altura de Shakespeare para bosquejar la tragedia en las almas y en la realidad de este encuentro. Sólo quizá, al final de la historia, las narraciones de las apariciones de la Virgen de Guadalupe nos ofrecen algo de sentido, de luz, de consuelo a lo destruido de una gran civilización.

Las narraciones por parte de Hernán Cortés y Bernal Días del Castillo en algo describen la grandeza de Tenochtitlán y sus pueblos cercanos. Descubren el asombro que les causó aquello que poco después destruirían hombre por hombre, piedra por piedra. Las crónicas de los frailes, aquí en particular la de Fray Diego Durán, con más profundidad y sentido humano, permiten otear el drama de las almas: sus sentimientos, temores y horrores.

Los españoles y aliados venían de Cholula. Ahí fue la gran matanza que antecedió a lo ocurrió en 1521 en Tenochtitlán. Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés describen con admiración las bellezas de Amecameca, Chalco, Tláhuac e Iztapalapa, En cada uno de estos lugares fueron recibidos y atendidos con esplendor. Ahí los últimos intentos para que no llegaran a la gran capital. Puesto que Cortés y sus compañeros habían más que descarado su sed de oro, los pueblos les entregaban regalos de ese metal además de mantas y de plumería. Moctezuma enviaba grandes regalos con la súplica de que no llegaran a la gran Tenochtitlán. Descubrieron, aunque tarde, una verdad repetida a través de la historia: quien busca el oro y la dominación jamás tiene suficiente.

En uno de los pueblos del que Cortés no recuerda su nombre, ocurrió lo mismo que en las siguientes poblaciones:
’Todos los de mi compañía y yo nos aposentamos y aunque llevaba conmigo más de cuatro mil indios de esas provincias para todos hubo muy cumplidamente de comer, y en todas las posadas muy grandes fuegos y mucha leña porque hacía muy grande frío y, añade Cortés, me trajeron hasta tres mil pesos de oro y de parte de Moctezuma me dijeron que él me enviaba aquello y que me rogaba que volviese y no fuera a esta ciudad – nótese la contradicción - porque era tierra muy pobre de comida y para ir allá había muy mal camino y que estaba toda en agua y había que entrar sólo en canos. Y que pidiese todo lo que quería que Moctezuma me lo mandaría dar y que concertaría de dar cada año un tributo el cual me llevarían hasta la mar o hasta donde yo quisiese.’

A más regalos, más deseos de llegar a Tenochtitlán y apoderarse de todo.

Como hacen los turistas de escasa cultura los recién llegados juzgaron a las ciudades y poblaciones exclusivamente con su experiencia: ’Más grande que Sevilla, como si fuera Venecia, casas como las mejores de España, etc.’ Desde su teología y moral el escándalo por los sacrificios humanos.

El ansia de conquista y dominación se repite a través de la historia, de ahí que no sea difícil comprender el alma de los españoles. Su designio es claro: encontrar y llevarse el oro; su excusa es simple: servir a su fé y a su emperador. La motivación de los conquistadores es evidente: honra, poder y riqueza. Ellos vienen de una sociedad desigual y pobre, cerrada por los vínculos de nobleza y sangre que dificultaba el ascenso social de los más.

Diego Durán y Bernardino de Sahagún relatan la visión de los indígenas. Lo que les ocurrió, no es tan común. Sólo se hace comprensible desde el paradigma de una conducta, fundada en la creencia religiosa y llena de miedo por las desgracias previstas. Quien sufre de miedo, de terror niega los hechos: llega a matar al mensajero de malas noticias. Después aflora la debilidad: el deseo de huir, la propia conmiseración. Además el reclamo a lo divino y a lo humano que provocan la desgracia es común en el aterrorizado. Nada como el miedo para tomar malas decisiones y para empoderar al enemigo. Así ocurrió con Moctezuma.

Desde el día en que Netzahualpilli sabio y viejo señor de Texcoco le develó la llegada de gentes de fuera que destruirían el imperio, hasta el momento en que recibió en su ciudad y casa a los españoles Moctezuma sufrió, dudó, temió, se contradijo, se presentó derrotado. Así, cuando tuvo informaciones ciertas de la llegada en grandes casas de gente extraña mandó a quienes le comunicaban estas noticias a la más terrible de las cárceles, la de morir de hambre. Lo mismo hacía con quienes no sabían contestar a sus preguntas. Encerró y destinó a morir a los hechiceros del imperio. Estos desaparecieron de la cárcel

Su temor fue tal que intentó huir a un lugar mítico acompañado de algunos de sus bufones. Al parecer en un momento de mayor angustia pensó suicidarse; los dioses se lo impidieron. Cuando fue hecho inegable la presencia de los españoles su conducta fue inconstante, dudosa. A una decisión venía su contraria. Mandó a hechiceros para alejar o matar a los invasores: fracasaron. Reunió a gran cantidad de guerreros para tomar por sorpresa a los españoles: nunca se atrevió a declararles una guerra frontal, mientras que los conquistadores, como ocurrió en Cholula, hicieron como escarmiento a las amenazas, terribles matanzas. Y, gravísimo error, mandó a Cortés los suficientes regalos para abrirle aún más el apetito por las riquezas de la nación azteca y al mismo tiempo endurició su dominio sobre sus súbditos. Provocó así su acercamiento a los españoles.

El viaje de Cortés y los suyos hasta Tenochtitlán fue de poca duración. El mes de febrero de 1519 estaban aún en La Habana y a nueve meses de haber llegado a la isla de Cozumel entraron, prácticamente triunfantes a la ciudad de Tenochtitlán. Entre los factores de este rápido avance están el aprovechamiento de las divisiones entre los pueblos indígenas, el uso de una gran crueldad y la superioridad tecnológica. Quizá la razón de más peso es la diversidad de las mentalidades: una dispuesta a vencer; otra dispuesta a entregar.

Para la historia de occidente los viajes de Marco Polo ofrecieron un modelo pacífico de viajeros y comerciantes. Las luchas, muy recientes, contra los musulmanes y la pérdida de Tierra Santa y de Constantinopla justificaban la violencia contra quienes tenían otras creencias. La conquista tenía un sentido claro: fortalecer a la cristiandad y una ganancia inmediata: apropiarse de los bienes y personas de un mundo inmensamente rico.

Para la historia de los aztecas la llegada de los españoles era lo contrario: significaba el fin de su dominio, el retorno de los verdaderos dueños. La llegada de los de fuera fue interpretada como el retorno de los dioses de antaño. Quetzalcóatl como el sacerdote hecho Dios civilizador y algún día expulsado regresaba a tomar lo suyo. Los aztecas que se habían asumido como herederos de los toltecas asumieron también su culpa en la expulsión del sabio y su dominio temporal mientras regresaba Quetzalcóatl. Con la riqueza del mito, adquirieron también la razón de su propia destrucción. Y para los pueblos sojuzgados por los aztecas, los españoles fueron vistos sino como libertadores, sí como vengadores.

No debe olvidarse que cuando Cortés, en el trato con los totonacas, cerca de Nautla descubre el odio y temor hacia los de Tenochtitlán buscará hacer aliados con todos los pueblos. Ofrece protección contra la nación aztecas y exige que se asuman como súbditos del rey Carlos y dispuestos a acompañarlo en la tarea de apoderarse de Tenochtitlán. Los tlaxcaltecas, por ejemplo, comprenden, después de ser vencidos en la guerra por los españoles, que estos representan la gran oportunidad de destruir a su gran explotador.

Ante el riesgo que supone caminar por un país desconocido utilizan, cuando alguien se les opone una gran crueldad. Queman los pueblos, cortan las manos o ahorcan a quienes los engañan; derriban los ídolos y sus santuarios y se avorazan ante cualquier oportunidad de conseguir oro y doncellas, aunque exigen que primero éstas sean bautizadas. La guerra es desigual. El hierro, la pólvora, los caballos y una estrategia destinada a matar y destruir contra flechas, piedras y macanas y una estrategia destinada a tomar prisioneros. La historia nos recuerda quien fue el vencedor.

Surge así un encuentro desigual: en las mentes, en las motivaciones, en los sentimientos del que vale la pena tomar lo dicho por Fray Diego Durán quien escuchó a testigos de los hechos y nos los heredó en su magnífica Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme.

Siguiendo el relato de Fran Diego, nos dice que cuando Moctezuma supo que el Marques estaba tan cerca de México,
’envió luego sus mensajeros al rey de Texcoco y al rey de Tacuba a rogarles que luego viniesen a México, para que todos tres recibiesen a los dioses que venían y estaban ya tan cerca.’

Moctezuma les empezó a hablar y a llorar con ellos en esta forma:
’poderosos Señores les quiero decir que es justo que recibamos a los dioses, y consolarme y despedirme de ustedes y consolar sus pechos atribulados ¡Ay desdichados de nosotros! ¿en qué ofendimos a Dios? ¿quiénes son estos que han venido? ¿cómo no sucedió esto en tiempos de nuestros antepasados? El remedio es que tengamos fuerza para sufrir lo que va a venir. ’

Los dos reyes comenzaron a llorar y él con ellos. Moctezuma se fue delante de los dioses se quejó con ellos por haberle traído tantos trabajos después de haberlos servido bien y les pidió que se apiadaran de los pobres, de los huérfanos, de los ancianos, de las viudas. A continuación:
’Moctezuma fue a su casa se despidió de sus mujeres y de sus hijos con grandísimo dolor y lágrimas, encomendado a todos sus servidores tuvieran cuidado de ampararlos ya que él como hombre iba a morir y que en realidad tenía y veía a la muerte cierta y delante de sus ojos.’

Mientras tanto, narra el Padre Durán, a Cortés ya a las puertas de la gran Tenochtitlán, se le acercaron los tecpanecas para saludarlo y ofrecerle ricos presentes todos de gran precio, dándole obediencia y sujetándose a su servicio. Esta obediencia inquietaba a Moctezuma y a la nación mexicana pues todos los pueblos se volvían en contra de ellos y estaban a favor del Marques.
’Al saber Moctezuma, continúa Fray Diego, la cercanía de los conquistadores y sus aliados organizó un grande y solemne recibimiento. Moctezuma montó en unas ricas andas salió de la ciudad en hombros de algunos de los grandes señores, mostrando su grandeza y autoridad y llegando a un lugar que llaman Tocititlan y esperó la llegada del Marques.

En cuanto vio al Marques bajó de las andas y Hernán Cortés se apeó del caballo en que venía y fue a abrazarlo, haciéndole una gran reverencia y lo mismo hizo el rey Moctezuma, humillándose con mucha humildad y reverencia dándole la buena venida y tomando un muy rico collar de oro y piedras preciosas se lo hecho al cuello. Y tomándolo de la mano se fueron al recinto de la Diosa Tozi, ahí se sentaron donde llegaron los reyes de Texcoco y Tacuba a saludar y besar las manos del Marques y llegaron todos los grandes haciéndole reverencia y ceremonia que a su mismo Dios Huitzilopochtli hacían.

Moctezuma tomó la palabra. A través de doña Marina expresó a Hernán Cortés que era bienvenido a esta ciudad de cuya vista y presencia tanto se holgaba y recreaba y que pues que él, Moctezuma había estado en su lugar rigiendo el reino que su padre el Dios Quetzalcóatl había dejado, que se gozaba de dejárselo a Cortés en hora buena y que él, el tlatoani Moctezuma se sujetaba a su servicio y que si Cortés no había venido más que para verlo que él se lo tenía en muy gran merced y en ello había recibido mucho gusto y contento y que descansara y mirara lo que necesitara que él Moctezuma se lo daría y proveería con mucha abundancia.’

Cortés olvidó que había prometido a los enviados de Moctezuma que sólo venía para conocerlo y con una tal franqueza que con seguridad sonó brutal en los oídos de todos los que escucharon afirmó que:
’él venía en nombre de un poderoso rey y Señor, cuyo criado era, que estaba en España y que le suplicaba se sujetara a él y le diera la obediencia del cual recibiría muchas y muy grandes mercedes y que juntamente se sujetaran a la fé católica de un verdadero Dios y Señor, y que sujetándose a ambos Señores él sería su perpetuo amigo y servidor y que supiese que jamás le haría injuria ni mal tratamiento, pues no venía a hacerle ningún mal.’

Después de esos discursos y bienvenida y
’llegados a México con muchos bailes y danzas salieron los sacerdotes con incensarios y caracoles a recibir a los españoles y tras ellos todos los viejos vestidos con un disfraz de águilas y tigres y con bastones y rodelas, Con esta solemnidad, termina Fray Diego Durán, entró el Marques a México y fue aposentado en las casas reales.’

Bernal Díaz del Castillo recuerda que al retirarse Moctezuma con todos los dignatarios
’los estábamos mirando cómo iban todos los ojos puestos en tierra, sin mirarle y muy arrimados a la pared, y con gran acato le acompañaban’

A todos dice Bernal Días del Castillo los llevaron a la casa que había sido de Axayácatl
’a donde tenía Moctezuma sus grandes adoratorios de ídolos y tenía una cámara secreta con el tesoro heredado de su padre. Y, reflexiona, Bernal: nos llevaron a esa casa por causa de que como nos llamaban teules y por tales nos tenían como teules ahí tenían muchos de ellos’.

El dolor de Moctezuma no se equivocó: la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlán fue el comienzo del fin de la gran ciudad. Pronto vendría su apresamiento, las matanzas, la rebelión, el horror. En las siguientes semanas la sangre y el odio se aposentaron en Tenochtitlán. El pueblo azteca tomó conciencia de la real condición de los españoles: no dioses, sino demonios. Pero ya todo estaba definido: Tenochtitlán contra los invasores y contra todos los que en su afán de dominio y de su terrible religión había puesto en su contra.

Esta fecha es digna de recuerdo. Dos civilizaciones se miran a los ojos. Dos formas de vivir, de valorar, de construir, de gobernarse coinciden en el mismo espacio y tiempo. Vendrían momentos muy dolorosos, terribles: de muerte de un pueblo, de abusos, de esclavitud. Vendría tiempos de reconstrucción, nada fáciles.

Aquí no hay moraleja. Hay sencillamente la oportunidad de conocer, de saberse parte de esta gran contradicción y de guardar silencio ante el drama de un pueblo del que formamos parte y del dominio de otro del que también somos herederos.

Nos corresponde no discutir, no negar, no insultar, sino asumir que somos herederos de todos los que se encontraron ese día en una fiesta que terminó en dolor.


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A 500 años del encuentro entre Moctezuma y Cortés

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