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Noviembre 04, 2018 19:08 hrs.

Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

Periodismo ›


Es peligroso querer mudar las cosas. Dios sabe por qué las hizo así. Un ejemplo: si hubiera querido que voláramos no habría permitido que fueran tan caros los boletos de avión.

En cierta ocasión las mujeres se rebelaron contra los sabios designios del Señor y pretendieron enmendar su obra. Quien esta historia lea sabrá de esa conjura, conocerá sus tristes resultados, y aprenderá que todo salió con perfección de las manos del Hacedor Supremo, de modo que a sus decretos omniscientes no se les puede cambiar una tilde so riesgo de caer en grave error.

Sucedió que un buen día las mujeres, cansadas de sufrir los dolores del parto, se juntaron en asamblea y deliberaron entre sí. ¿Era justo, se preguntaron iracundas, que sólo ellas, y no también los hombres, sufrieran las acerbas penas que siente quien da a luz? Con encendido tono peroraron las jefas feministas, que muchas veces son las menos femeninas, las más feas o las que peor suerte han tenido con los hombres. Propusieron ir todas en manifestación ante el Señor y exigirle que cambiara las cosas.

Fueron, pues, en ruidosa caravana y pidieron hablar con el Creador. Éste, benévolo con todas sus criaturas –hasta con las jefas feministas–, las oyó. ’Señor, –rugió la lideresa principal–: ¿cómo es posible que nada más nosotras las mujeres sintamos el dolor de dar a luz? También los hombres deberían sufrir esa fatiga. Ellos engendraron los hijos; son sus padres. ¿Por qué no padecen las mismas penalidades que nosotras?’.

El Señor, como su nombre lo indica, es un señor. Y no hay señor que pueda resistir la furia de una mujer, no digamos de todas. Así, Dios mismo vaciló ante la demanda de las furiosas féminas. Ellas, con ese sexto sentido que las mujeres tienen, decidieron radicalizar su posición. ’Queremos –dijeron al Creador– que distribuyas por igual el trabajo de la multiplicación. Nosotras sufriremos las incomodidades del embarazo y daremos a luz, pero que los hombres sientan los dolores del parto’.

El Señor, con un suspiro, accedió a la petición. Cualquier cosa con tal de quitarse de encima aquel coro vociferante, más molesto aun que el monótono coro de los ángeles. Les dijo que sí, que estaba bien, que en adelante serían los hombres, y no ellas, los que sufrirían el dolor de dar a luz, pero que ya se fueran, por favor. Se retiraron las mujeres cantando un himno de victoria.

Lo primero que hicieron fue informar de aquel triunfo a sus maridos. Los hombres no les creyeron; pensaron que el Señor había hecho lo mismo que ellos: decir que sí a todo lo que les pedían sus mujeres, con tal de quitárselas de encima, y luego olvidar lo prometido. Se equivocaban: ese mismo día un hombre que estaba en la oficina lanzó de pronto un alarido horrible y luego cayó al suelo retorciéndose en convulsiones de dolor. Ahí en el suelo estuvo largas horas, gritando como un condenado, quejándose desgarradoramente. En esos momentos su esposa estaba dando a luz muy quitada de la pena, tanto que mientras su hijo salía al mundo ella jugaba al Candy Crush. Lo mismo empezó a suceder en todos los casos: las mujeres daban a luz casi sin darse cuenta, mientras sus maridos eran presa de crudelísimos dolores.

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El compló de las mujeres

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