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Febrero 03, 2015 06:43 hrs.

Lilia Cisneros Luján › diarioalmomento.com

Periodismo ›


Una colorada (vale más que cien descoloridas) Es fácil comprender que los padres de los dos japoneses decapitados por musulmanes jihadistas, los que enviaron a sus hijos a estudiar en una normal pública del estado de Guerrero, otros que luego de un periodo de búsqueda descubren el trágico fin de jóvenes previamente secuestrados y, aun aquellos que sin importar la edad fallecieron como resultado de algún accidente, tienen en común el afrontar lo que tanto psicólogos como tanatólogos e incluso líderes espirituales de diversas creencias, consideran la más dolorosa de las pérdidas.
Si el final de la vida va aparejado con cualquier tipo de violencia –sorpresa, evento inesperado, padecimiento inexplicable o acción malévola de terceros- el proceso posterior a la muerte de aquel a quien se ama se complicará para sus más cercanos.
El dolor por la pérdida es un ciclo normal, como lo sería comer si se siente hambre, beber si lo que falta es agua, huir si se percibe amenaza, defenderse cuando se sabe vulnerable.
En la euforia de una sociedad viviendo de prisa –se come de prisa, se habla al tiempo de caminar o conducir el auto- no es fácil detenerse para interiorizar las emociones y menos aún si son dolorosas, como lo es la ausencia perenne de un hijo, sobre todo para quien llevó esa vida en el vientre durante 9 meses, alimentándolo posteriormente con su propia esencia.
Así como frente al problema de la obesidad ocasionada por una oferta alimenticia inadecuada se ofrecen gimnasios, aparatos de ejercicio y hasta dietas milagrosas; manejar la tristeza, la ira, el miedo, la emoción, en suma el duelo que resulta de la muerte de un ser querido ha dado lugar a cientos de modelos de intervención y estrategias terapéuticas grupales e individuales. ¿Aliviarán estas opciones a las madres de los bebés calcinados en una guardería de Sonora, los no nacidos como resultado de una deficiente atención obstétrica o los recientemente fallecidos por la explosión en un hospital de Cuajimalpa? Los servicios gratuitos que en algunas comunidades se ofertan ¿de verdad son indudablemente profesionales? ¿Sabía Usted que en todo el mundo son las mujeres quienes más fácilmente admiten el dolor derivado del fallecimiento sobre todo si trata del vástago? ¿A dónde se dirige un adulto mayor –principalmente el masculino- que ha perdido a su pareja? ¿Serán suficientes 15 sesiones como lo ponderan los organismos públicos de países como España?
Algunos centros de naciones en vías de desarrollo apenas cuentan con sillas y un pizarrón; las salas de yoga –dotadas de colchonetas, pelotas, cinturones, bloques etc.- ofrecen posibilidad de “soltar” “meditar” y encontrar la paz a grupos con capacidad de pagar mensualidades más o menos razonables y habrá quienes se acerquen a un psiquiatra o tanatólogo privado pero nada “ni el tiempo que todo lo cura” llenará el hueco que queda, sobre todo si el que murió era un hijo joven que de acuerdo a “las leyes naturales” enterraría a su padres y no viceversa. De la misma manera en que se duerme cuando nos abruma el sueño, llorar es normal si el dolor nos agobia ; sin embargo lo mismo frente a la muerte súbita –accidente, síncope inesperado, acción violenta de terceros etc.- que ante la agonía[1] el o los que se quedan estarán en el camino de superar sanamente los efectos de la ausencia, tanto en el ámbito psicológico[2], como en las circunstancias específicas del deceso[3] y sobre todo en función directa de los recursos personales con los que cuenta quien debe continuar viviendo. Por supuesto la personalidad, el carácter, la salud mental, el grado de confianza en sí mismo o el haber “trabajado” otras pérdidas con apoyo profesional, hacen más probable la reinserción sana del sobreviviente al entorno social y personal específico de cada quien.
A pesar de la gran propaganda en contra de cualquier expresión de reconocimiento a lo divino, las personas con fundamentos religiosos, han demostrado estar en mejores condiciones para afrontar el dolor sobre todo si se trata de un hijo. Los grupos de pertenencia con un cierto grado de similitud cultural y ética –amigos, profesionales afines, iglesia, personas que han sufrido experiencias similares- son quizá las mejores posibilidades de apoyo y consuelo sobre todo si el contexto familiar entorpece la elaboración del duelo[4].
Continuar enojado conlleva a exigir lo imposible –que estén vivos, vengarse de aquel a quien se supone culpable, convertir la muerte en vez de la continuidad de vida en la “razón” suprema, sumarse a la violencia etc.- y sobre todo conduce a la autodestrucción o la destrucción del otro. Lo primero que cada quien debe asumir en un periodo de duelo, es el ánimo de recuperar o mejorar los hábitos que nos permitieron llegar al punto de la actual existencia. Los que secuestran, mutilan, decapitan, provocan la enfermedad del otro –por conducción al alcohol o las drogas, golpes, maltrato psicológico, desatención espiritual o física- tienen una mayor sensación de triunfo si el familiar afectado –madre, padre, pareja, hijo- no logra salir airoso de su duelo. Si Usted está en este proceso o conoce a alguien que sufre por la pérdida de otro, anímelo a reinsertarse a la vida y dejar solo en el archivo de la experiencia lo que la partida del ser amado le ha aportado. El cáncer, la hepatitis, las enfermedades raras, las guerras -por cuestiones económicas, raciales y hasta religiosas- parecen factores que alguien mueve hacia la extinción de la humanidad. Si es su caso, no disimule el dolor, evite convertirse en alguien inseguro, si es preciso admita apoyo médico en procesos depresivos y busque a su guía espiritual para recuperarse.
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[1] Estado que precede a la muerte, en aquellas situaciones en que la vida se extingue gradualmente.
[2] Cada uno de los afectados percibe la pérdida de manera distinta, no solo por el estado en que se encontraba la relación con el fallecido, sino por lo que resulte de la intervención del “otro” –hermanos, tíos, sobrinos, familia no sanguínea etc.- cuyas relaciones emocionales no hayan sido sanas, con quien se va o con quien se queda. Así las cosas a la tristeza se agrega la culpa –por viejas pérdidas, ofensas, deslealtades e ingratitudes- que nunca se trabajaron.
[3] La culpa se exacerba si la muerte ocurre por suicidio o si se da en un ámbito al cual creemos podíamos haber evitado que el fallecido fuera: si no lo hubiera dejado ir, si hubiera elegido otra profesión etc.
[4] Suele ocurrir, cuando hay ambiciones por herencia, competencia de afectos, temores, patologías no resueltas, rencores no trabajados que profundizan los alejamientos interfamiliares

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El duelo

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