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Febrero 22, 2019 22:02 hrs.

Fernando Amerlinck › diarioalmomento.com

Cultura ›


’He escuchado los lamentos de quinientos años de quejas contra los españoles y su conquista. No fue lo peor que les ha sucedido, pero la queja pertenecía a la herencia canónica y ¡cuán lentamente pasan las cosas canonizadas!’

– Ikram Antaki

Quinientos años bastan y sobran para inventar una identidad. Los mexicanos somos diferentes de cualquier otro pueblo; en cinco siglos hemos formado una cultura propia apasionante, interesantísima, peculiar como casi ninguna otra; una personalidad nacional diversa como nuestro territorio y regionales historias y herencias. Somos una potencia cultural, rica y variada desde las artes y oficios, comida y literatura, vestimenta y música, hasta nuestras abisales complejidades psicológicas.

Hace quinientos años había una civilización muy diferente, heterogénea, dispersa en cacicazgos, tribus, señoríos, centros ceremoniales y ciudades que guerreaban o comerciaban; culturas autóctonas múltiples y a veces grandiosas, como atestiguan los códices, monumentos y documentos que han podido sobrevivir, pero no había una divisa o escudo que representara a algo mayor que aquellas soberanías y territorios. No un país, y menos una patria. Ningún tarasco o cholulteca o zempoalteca o chichimeca se sentía ’mexicano’ y desde luego nunca azteca, cuyo imperio les imponía tributos y carne de sacrificio para el sediento Huitzilopochtli.

No creo que al combatiente sacrificado en guerras floridas o de conquista y explotación le diese mucha risa que exhibieran su cabeza en un muro de cráneos en la plaza mayor —el tzompantli—luego de que en un altar de sacrificios le arrancaran el aún latiente corazón con un cuchillo de pedernal, para luego derramar su sangre escalinata abajo y comer ritualmente su carne en potzolli, en la mesa del tlatoani o en la del guerrero vencedor. El odio a tan sangriento dominio facilitó a los españoles que pueblos como el tlaxcalteca y el texcocano se les aliaran para vencer al imperio.

La guerra fue feroz, como en todas partes del mundo y en toda época. Todo pueblo ha sufrido derrotas y perdido gente en invasiones e incursiones de soldados extranjeros. Creo que morir en una guerra es una de las peores injusticias que se pueden sufrir pero así funciona —hasta nuevo aviso— la naturaleza humana. Además hay que juzgar a la historia sobre los zapatos de la gente de su tiempo. Los del siglo XVI pensaban como gente del siglo XVI y los españoles acababan de sacudirse por la fuerza una conquista de 8 siglos y creían en el derecho del más fuerte. Espero que mis recontrachoznos no nos critiquen por actuar como gente del siglo XXI y no como pensarán en el XXV.

El caso es que hace 500 años empezó a construirse algo muy diferente de lo anterior. Comenzó tan largo proceso en febrero de 1519 cuando Hernán Cortés zarpó de Cuba en su camino a tierra firme, y siguió después de consumada la conquista el 13 de agosto de 1521. Con ricas y amplísimas raíces humanas, espirituales y culturales se inició una cosa nueva, estructuralmente diferente de lo anterior y que nos sigue identificando como mexicanos hoy.

La civilización prehispánica no se acabó del todo, pues apareció un apasionante sincretismo —que aún pervive— entre ella y la de los vencedores. La Nueva España no se parecía a las culturas autóctonas pero tampoco fue una reedición de las peninsulares. Poco tenían que ver un extremeño y un vasco, un andaluz o un gallego, si aun hoy las regiones españolas son muy diferentes en su rica variedad cultural, arte, música, literatura, costumbres y tradiciones. Esta fusión creó una cultura original que a mi ver sí justifica un orgullo para la generación actual; algo que nos pertenece como herencia y de cuyo desenvolvimiento seguimos siendo partícipes: un orgullo adulto, libre de acusaciones contra los vencedores de hace cinco siglos y de sentimientos de culpa hacia los vencidos.

Desde entonces se empezó a formar una patria, no sólo una nacionalidad. Patria (Real Academia) es la ’tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos.’ La nación se refiere a habitantes de un país regido por el mismo gobierno, territorio, etc. Esa cosa común es más que una entidad política y jurídica: tierra de los padres (apelativo que engloba a madre y padre; quien no lo sabe o está enfermo de corrección política incurre en el extralógico ’matria’).

Esa identidad común comprende el amor a la tierra y el terruño, el idioma, la cultura, las creencias, el sentimiento fraterno que florece en crisis y catástrofes. Podría haber una nación en el norte y otra en el sur si este país se partiera en dos pero no dejaría de haber algo llamado México. El recinto de la patria pertenece al corazón y lo sentían los arquitectos que edificaron Santa Prisca en Taxco, Santo Domingo en México, la catedral de Puebla e infinidad de iglesias, conventos, alhóndigas, ciudades y edificios. Homenajeaban a su patria las monjas poblanas inventoras de los chiles en nogada. Engrandecían a su patria los urbanistas que construyeron San Miguel el Grande y Zacatecas, Mérida de Yucatán y Valladolid de Michoacán. Sabían que vivían en una patria los pintores Villalpando, Cabrera y Correa. Veían el virreinato como su patria los inmensos escritores Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana, así como los compositores de música para Dios cuyas partituras se conservan en las catedrales. Hacían patria los constructores de puentes y acueductos en Querétaro, Chapultepec y los Remedios. En todo tiempo desde 1521 los habitantes de esta tierra hemos tenido una patria.

A partir de ese año miles de españoles y americanos empezaron construir un nuevo país: nunca una colonia sino un virreinato, que floreció por 300 años. Hay que considerar la inconcebible riqueza de nuestro Siglo de Oro, el XVIII, a pesar de las toneladas de plata llevadas a España desde nuestras minas en Taxco y Zacatecas. Fueron navíos virreinales los que zarparon de San Blas para colonizar la costa oeste de Norteamérica y llegar casi hasta las islas Aleutianas. Subsisten en Alaska los nombres de Valdez, Cordova y Bucareli, y podría decirse que fuimos vecinos de Siberia. Una nación capaz de tales logros no era digna de desdén. Tuvimos la primera imprenta y la primera universidad del continente mientras en Manhattan seguían pastando los búfalos.

Otros países se enorgullecen de su legado histórico pero acá se desdeña la extraordinaria riqueza virreinal, hasta en lo turístico. Parece que lo único antiguo fuesen ruinas. Ruinas arqueológicas. Y desdeñan 300 años de creaciones artísticas que siguen estando vivas.

Hernán Cortés y sus soldados inauguraron una de las mayores bendiciones para esta tierra: el mestizaje. Pero el oficialismo (y muralistas como Orozco y Rivera) en vez de promover el orgullo de descender de dos grandes razas y culturas, desdeña, desprecia y odia la herencia hispana y sólo inculca simpatía con los derrotados. Y transido de complejos de culpa por los agravios antiguos, en un tremendo saltapatrás practica un racismo al revés al hablar de algo indefinible y con imposible genealogía: ’pueblos originarios’; y hasta en la Constitución han metido a los ’pueblos indígenas’ con usos y costumbres en dificultosa relación con las garantías liberales universales y la igualdad ante la ley. Ante ese indigenismo demagógico, anecdótico e impuesto por voluntarismo político de corto plazo y superficialísima profundidad, Juárez ha de estar en el panteón de San Fernando revolcándose de muina.

Muy diferente fue la conducta de los conquistadores anglos con las tribus aborígenes: no el mestizaje promovido por España sino el exterminio a la voz de que el mejor indio era el indio muerto. Nada tiene que ver ese empeño genocida con las Leyes de Indias y el de verdaderos apóstoles como Vasco de Quiroga, cuya herencia de artes y oficios subsiste en Michoacán. Y claro que hubo encomenderos esclavistas y abusos que criticó (exageradamente) Fray Bartolomé de las Casas, pero todo ello palidece frente a los colonos norteamericanos que ganaron el lejano oeste casi extinguiendo a indios y bisontes.

Hay que reconocer en la cultura lo grandioso de nuestra historia, no en los así llamados héroes y las tropelías y traiciones que ensalza u oculta la historia oficial. Luego de 500 años dudo que sea útil sufrir por lo que pasó hace tanto tiempo, y el mexicano promedio —víctima de la mitología histórica oficial y de su fraude educativo— siga odiando a Cortés y pensando que él y su conquista nos siguen echando a perder.

Dice Octavio Paz: ’Cortés es el emblema de la Conquista: no como un fenómeno histórico que, al enfrentar a dos mundos, los unió, sino como la imagen de una penetración violenta y de una usurpación astuta y bárbara… la función del mito de Cortés es ideológica; mejor dicho, es una pieza maestra en un teatro histórico-mitológico’.

Vaya mito destructivo y mal intencionado. Desde niño dicen al mexicano que Cortés mató un idilio de paz y desarrollo y felicidad conducido por cultísimos tlatoanis. Que la conquista acabó con el auténtico mexicano. Que luego de 300 años de esclavitud el padre Hidalgo nos liberó. Que luego llegaron los traidores conservadores y Juárez nos liberó de ellos. Que luego vino la dictadura porfirista y Madero nos liberó de ella. Que luego vino una revolución muy constructiva repleta de heroicos patriotas como Villa y Obregón. Que luego Cárdenas nos devolvió el petróleo, símbolo de la nación. Que luego vinieron los neoliberales y de ellos nos está liberando López Obrador. En pocas líneas he destilado 500 años de mitología histórica.

Esa oposición infantil entre buenos y malos, héroes y villanos no reconoce colores ni matices entre el bronce y el lodo (o alguna sustancia más mefítica y pestilente que el lodo). No es propio eso de un pueblo adulto sino de un pueblo niño que al gobierno no le conviene que crezca. Una historia oficialista que condena a unos o a otros al basurero de la historia es una historia que merece irse a la basura.

Y los hechos ya ocurrieron pero la interpretación de esos hechos los mantiene vivos y eficazmente paralizados en la historia zombi. Quien dé vida a los zombis verá en la conquista una catástrofe insoportable e insuperable y encontrará una explicación tranquilizadora: la culpa de lo que pasa hoy es de lo que pasó hace 498 años. Ante algo tan antiguo como irremediable, ¿qué puedo hacer yo? Nada. Absolutamente nada. El futuro queda cancelado porque hace cinco siglos pasaron cosas que no debieron de haber pasado. Tantán. No hay remedio. ’No se puede’ ’porque’ ’lo que pasa’ ’es que’.

Como en quizá ningún otro país, en México la historia está viva: siguen tan vivos Juárez y Maximiliano como Cortés y la Malinche. Acaso ningún otro tenga tan a la mano su historia —en pocos hechos, pocas instancias y pocos actores. Por ello, y por cómo solemos atorarnos en tan paralizantes cuentos y complejos, no concibo mejor proyecto para el futuro de nuestra patria, que modificar esa visión y ese estado de ánimo nacional. Para superar el laberinto de nuestra soledad hay que desmitificar a los grandes héroes y villanos, reconocer ciertos hechos históricos, distinguir la verdad de la mentira y reinterpretarlas adultamente. Esa tarea le corresponde a nuestra generación.

El peregrino en su patria llamado Octavio Paz identificó desde 1950, en su brillante alegato, la orfandad del mexicano y su obsesión con la Chingada, madre violada que de alguna manera se asocia con la Malinche, que el mexicano suele traer en su propia carne y psique y hasta invocarla como referencia al extranjero y a la calidad de la industria nacional. El mismo Paz buscaba que el claroscuro Cortés recuperase su lugar como figura histórica y no como mito ideológico.

Ya va siendo tiempo de encontrar la redención; que el mexicano se cure de tales traumas, acepte los hechos como hechos y cicatrice heridas que siguen en carne viva. Toda historia comprende grandes dosis de tragedia, pero es peor de trágico que el daño persista hasta el siglo XXI. Un pueblo que no perdona su historia está condenado a nunca superarla, pudo haber dicho el muy citado Jorge Ruiz de Santayana.

Tiene algo de criminal convertir a todo un pueblo en víctima. La mentirosa, politizada, maniquea educación oficialista ha generado millones de discursos, textos oficiales, murales y monumentos que producen demonios mentales castrantes. Les es útil exhibir a un enemigo que arruinó nuestro pasado y así culparlo del presente. Les aprovecha vilipendiar a los triunfadores y ensalzar a los derrotados, a los vencidos, a los perdedores. Les sirve dividir al pueblo y concitar el odio. Y les conviene despreciar los hechos e inventar mentiras como la de Luis Echeverría en 1971: Vicente Guerrero consumó la independencia, no Agustín de Iturbide.

No les conviene que el futuro sea construcción de personas libres, sino que abdiquen de su energía creativa y se la deleguen al gobierno para que, de la cuna a la tumba, les recete explicaciones tranquilizadoras, extienda billetazos a cambio de votos y lealtades clientelares, y achaque comodinamente los fracasos a un enemigo antiguo (el favorito es Cortés, seguido de cerca por Iturbide, Maximiliano y Porfirio Díaz) o moderno (el de moda es el indefinible neoliberalismo).

Platiquemos. Este texto es una propuesta para debatir sobre el papel de Hernán Cortés en la construcción de nuestra patria y no como destructor de una civilización. El debate es una práctica de la libertad, en que los argumentos de unos conocen las razones de otros porque para todos es indispensable no sólo oír sino escuchar. Para un debate es esencial reconocer legitimidad en los argumentos ajenos, e indispensable es aceptar como legítima la existencia del otro (base de la ética, según Humberto Maturana). Un debate sobre la conquista y sobre su autor principal sólo es posible para quien sea capaz de aceptar que la historia se puede reinterpretar. Y eso —ese debate, esa reinterpretación, esa visión fresca sobre el pasado— es indispensable para lo que más falta nos hace en México: perdonar a nuestra historia.

Pensemos en las ventajas que trajo la conquista. Pensemos en Hernán Cortés como constructor de una patria. Pensemos en cómo interpretar la historia en forma más poderosa que simplemente decir ’eso no debió de haber pasado’, cosa tan inconducente como poco inteligente. Pensemos en nuestro pasado y presente. Pensemos en un México abierto al futuro. Pensemos.

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Hernán Cortés, el padre de la patria

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