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Noviembre 04, 2018 14:29 hrs.

Victor M. Salazar › SN Noticias

Ganadería ›


Desde su origen, y hasta comienzos del neolítico hace aproximadamente 10 000 años, los hombres fueron cazadores recolectores nómadas. Las presas de caza constituían la base de su alimentación (proteínas y lípidos); y también consumían bayas (frutas silvestres) o raíces (glúcidos con alto contenido de fibras e índices glicémicos muy bajos). La mayoría de los autores están de acuerdo en afirmar que nuestros antepasados comían también vegetales, accesoriamente (hojas, tallos, brotes) y sin duda también granos silvestres ocasionalmente, legumbres estas que deben clasificarse entre los alimentos con índice glicémico muy bajo.

Parece evidente que el gasto energético cotidiano de estos hombres primitivos era importante, no sólo por el hecho de las pruebas físicas que enfrentaban, sino también debido a la precariedad de sus condiciones de vida que los exponían a todos los azares climáticos.

La pregunta que acude a nuestra mente es entonces la siguiente: ¿cómo pudieron estos cuasi «deportistas de alto nivel» garantizar tal gasto en calorías, teniendo a su disposición tan pocos glúcidos y sobre todo ninguno de esos azúcares lentos* que los nutricionistas de hoy consideran indispensables?

Al volverse progresivamente más sedentario a partir del neolítico, el ser humano vivió el primero de los grandes cambios alimenticios de su historia. El desarrollo de la ganadería le permitió seguir comiendo carne, aunque no fuera exactamente la misma; y la introducción de la agricultura produjo cereales (trigo, centeno, cebada …), luego leguminosas (lentejas, arveja…) y más adelante verduras y frutas.

Se podría pensar que al volverse sedentario el hombre primitivo había iniciado necesariamente un proceso que iba a mejorar su existencia. Sin embargo, en el campo de la alimentación, sucedió más bien lo contrario. A la inversa del cazador recolector del período mesolítico, el agricultor ganadero tuvo en realidad que reducir considerablemente la variedad de su alimentación dado que únicamente algunos animales se prestaban a la domesticación y a la cría y sólo se podían cultivar unas pocas especies vegetales. Ni siquiera es exagerado afirmar que el agricultor ganadero tuvo necesariamente que racionalizar y aun optimizar su actividad en el sentido en que lo entendemos hoy en día.

Esta verdadera revolución en el modo de vida de nuestros antepasados tuvo grandes consecuencias, ante todo sobre la salud. La monofagia que resultó de los monocultivos se manifestó como fuente importante de carencias, lo cual se tradujo en una disminución notoria de la esperanza de vida de las poblaciones en cuestión. Además, la agricultura (incluso la que se llevó a cabo en ricas tierras de aluvión bien irrigadas tales como las de Egipto y Mesopotamia) resultó mucho más difícil en términos de esfuerzo físico que la persecución y la caza de las presas del mesolítico y aún más ardua que la caza de los enormes animales del paleolítico superior.

El hombre primitivo había vivido en armonía y equilibrio con la naturaleza y cuando su alimentación natural se desplazaba debido a las migraciones de las especies o al ciclo de las estaciones, él se desplazaba junto con ella. Al volverse sedentario, se le presentaron nuevas restricciones y nuevas imposiciones. Pues al salir de ese cuasi paraíso terrestre, el agricultor-ganadero tuvo que enfrentar muchos nuevos riesgos con el fin de volverse autónomo en relación con sus fuentes de suministro alimenticio: tuvo que enfrentar los vaivenes de los caprichos climáticos y también enfrentó riesgos al nivel de la selección de las variedades y de las especies más o menos productivas y frágiles; pero también corrió riesgos en la elección de los suelos ya que no se adaptaban totalmente a los cultivos. La historia de los siete años de vacas flacas que trae la Biblia ilustra muy bien las incertidumbres de esta nueva etapa, aleatoria por naturaleza.

Por otra parte, el surgimiento de la agricultura y de la ganadería generó, tal como se diría hoy en día, una política natalista y productivista por parte de los interesados. Ante el temor de que le fuera a hacer falta, el agricultor siempre pensó en que tenía que producir más; y para lograr este resultado, necesitaba brazos suplementarios.
Sin saberlo, el labrador y sus hijos le abrieron de esta manera la puerta a un círculo vicioso, contribuyendo a un desarrollo demográfico constante, lo cual hizo que los riesgos de hambrunas y la gravedad de éstas debido a las malas cosechas fueran tanto más catastróficas.

Obviamente, este artículo no se propone contar en detalle la historia de la alimentación humana desde el hombre de las cavernas. Si quisiéramos ser exhaustivos, tendríamos que escribir demasiado y existen excelentes obras dedicadas a este tema a las cuales ustedes pueden acudir (1).

Sin embargo no podemos tratar del problema que nos preocupa –el predominio de la obesidad en nuestra civilización actual– sin mirar hacia el pasado, hacia cuáles fueron las grandes etapas en la alimentación de la humanidad durante los siglos, y sobre todo durante los milenios que nos han precedido. Se puede lamentar, en todo caso, que este enfoque se oculte demasiado frecuentemente por parte de los nutricionistas contemporáneos. Pero, para evitar dispersarnos en nuestro análisis, propongo que limitemos aquí nuestra reflexión a lo que fueron las grandes etapas del modo de alimentación de las poblaciones occidentales, las que surgieron de las civilizaciones antiguas.

Ciertamente, de un país a otro, de una región a otra, pero también de una religión a otra, las elecciones alimenticias definitivas y sucesivas que se dieron en el Neolítico, y más cerca de nosotros desde la Antigüedad, han sido extremamente variadas. Pero esta gran diversidad no es por ello menos clasificable según categorías alimenticias tomadas primordialmente bajo un ángulo nuevo, el de la potencialidad metabólica*.

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Historia de la alimentación del ser humano

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