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Diciembre 29, 2013 11:46 hrs.

Carlos Ravelo Galindo › diarioalmomento.com

Periodismo ›


Para despedir el año que muere debemos reconocer, es ético, que nutrimos muchas veces nuestro quehacer con ayuda ajena. Este es el caso, uno de muchos, en que el texto está de acuerdo, no en poco, con nuestro modo de pensar. Razón por la que lo aprovechamos y lo compartimos con ustedes. Todo va en primera persona. En yo. Como si hablaran los 365 días que ya acabaron. Así: “Yo tuve que aceptar, que mi cuerpo nunca sería inmortal, que él envejecería y un día se acabaría. Que somos hechos de recuerdos y olvidos; deseos, memorias, residuos, ruidos, susurros, silencios, días y noches. Pequeñas historias y sutiles detalles. Tuve que aceptar que todo ello es pasajero y transitorio. Y que yo vine al mundo para hacer algo por él, para tratar de dar lo mejor de mí. Dejar rastros positivos de mis pasos, en el momento de partir. Que mis preciados libros serian tocados por otras manos y leídos por otros ojos. Que mis padres no vivirian para siempre, y que mis hijos poco a poco escogerían sus caminos y proseguirían ese camino sin mí. Que ellos no eran míos, como suponía, y que la libertad de ir y venir, es un derecho de ellos también. Hube de aceptar que todos mis bienes me fueron confiados en préstamo, que no me pertenecían y que eran tan fugaces como era mi propia existencia en la tierra. Y que los bienes se quedarían para uso de otras personas cuando yo ya no estuviera aquí. Que mis maravillosos discos serian apreciados, escuchados por otras personas y vibrarían de felicidad con ellos Alimentarían su espíritu. Acepté que barrer mi acera todos los días no me daba ninguna garantía de ser propietario de ella. Pero barrerla con tanta constancia era apenas un fútil alimento que me daba a mí la ilusión de poseerla. Aceptar que lo que yo llamaba “mi casa” era sólo un techo temporal. Un día más, un día menos, sería mañana el abrigo terrenal de otra familia. El apego a las cosas, sólo apresuraría aún más mi despedida y mi partida. Que los animales que quiero, sobre todo mí amado perro tan fiel y cariñoso y los árboles que yo planté, mis flores y mis aves, eran mortales. Y no me pertenecían. Fue difícil, pero tuve que aceptarlo. Como también mis fragilidades, mis límites, y mi condición de ser mortal, efímero, pasajero, para no perecer. Yo tuve que aceptar que la vida siempre continuaría conmigo o sin mí, y que el mundo en poco tiempo me olvidaría. Humildemente confieso que tuve que librar muchas guerras dentro de mí. Yo me rendí y acepté lo que tenía que aceptar: Aceptar para dejar de sufrir, para lanzar fuera mi orgullo y mi prepotencia y para volver a la simplicidad de la naturaleza, que trata a todos de la misma manera, sin favoritismos. Y tuve que aceptar que no sé nada del tiempo y que es un misterio para mí. Que no comprendo la eternidad y que nada sabemos sobre ella. ¡Tantas palabras escritas desde el principio, tanta necesidad de explicar, entender y comprender éste mundo y la vida que en él vivimos. Mil veces dudé que existiera el alma, pero lo tuve que aceptar. Yo tuve que desarmarme y abrir mis brazos para reconocer la vida como es, que todo es transitorio, y que sólo funciona mientras estemos aquí en la tierra. ¡Eso me hizo reflexionar y aceptar, para alcanzar la paz tan soñada! Pero solo esto sucederá cuando se deje este mundo y por ley de gravedad lo tengamos que aceptar”. Porque mañana, al inicio de dos mil catorce, volvemos a nacer.
carlosravelogalindo@yahoo.com.mx

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