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Diciembre 01, 2018 08:15 hrs.

Justo May Correa › enbocaspalabras

Política ›


México necesita un líder capaz de aglutinar a todas las fuerzas políticas, económicas y sociales en una gran empresa de reconciliación y reconstrucción nacional como punto de partida para la refundación del Estado.

Son siete los componentes que debe atender una reforma integral del Estado mexicano: 1.- Reforma económica. 2.- Reforma política. 3.- Reforma social. 4.- Reforma administrativa. 5.- Reforma ideológica. 6.- Reforma internacional. 7.- Reforma constitucional.

Disminuidas clases medias, jóvenes sin oportunidades y 50 millones de pobres decidieron el 1 de julio de 2018 que ese líder podía ser Andrés Manuel López Obrador y le entregaron su voto. Pero ganar la elección en estas condiciones ha sido lo más fácil. Ahora viene lo difícil.

El mismo presidente saliente Enrique Peña Nieto despertó grandes expectativas y los mismos poderes económicos que la noche del 19 de septiembre de 2016 lo declararon en Nueva York ’Estadista del año’ lo hicieron cuando ya le habían empezado a dar las espaldas con la caída en 2014 de los precios petroleros en el mercado internacional.

AMLO en unas horas más tomará posesión como nuevo presidente de México en circunstancias especiales: su partido Morena se convirtió en un frankestein; se convirtió en una formación política que se abultó con lo mejor y lo peor de la política mexicana, y ello llevará a contradicciones y costos muy elevados, sobre todo en las cámaras legislativas, en las que de manera natural han empezado a surgir ambiciones adormecidas cuya realización de pronto están muy a la mano.

Junto a los que están por emprender una verdadera lucha por un verdadero cambio nacional están en las mismas cámaras legislativas embajadores de aquellos que siguen viendo inviable una refundación nacional y pusieron todo tipo de obstáculos a la victoria de López Obrador en las dos elecciones anteriores. Sus resistencias partían del temor a perder sus privilegios y la felicidad material amasada a través de tantos años de dominación desde las instituciones del gobierno dominado por los mismos de siempre.

En realidad, en cada etapa refundacional de nuestra historia los oprimidos, convertidos en los nuevos poderosos, se tornaron también en opresores listos.

¿Cómo es posible que sucediera eso y que posiblemente continuará sucediendo?

Muy simple, dentro de la complejidad del tema: Carlos Marx sostenía que el Derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en ley.

Más allá de ideologías, las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes.

En ’Pensamiento sociológico básico. Marx: La convergencia de la crítica científica y la utopía política’, abunda: ’La clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad resulta al mismo tiempo la fuerza espiritual dominante.

’La clase que controla los medios de producción material controla también los medios de producción intelectual. Las ideas de los que no disponen de los medios de producción intelectual son sometidas a las ideas de la clase dominante’.

A su vez, Nicos Poulantzas, un sociólogo marxista de origen greco-francés, sostiene que "el Estado presenta como si fueran universales los intereses particulares de una clase. Es decir, legitima la dominación, la justifica, logra hacer aparecer como condición de igualdad ciudadana lo que es diferenciación económica y social’.

Es decir, según este planteamiento, la función estatal disimula la dominación de clase presentándola como fruto de la voluntad colectiva.

En México, el ciclo de los actuales poderosos –en amplios momentos apadrinados por intereses del exterior– está agotado y la sociedad está lista para abrir un ciclo nuevo.
Ilustremos la idea.

Los poderosos estados indígenas de América, prósperos y con culturas avanzadas, desaparecieron al ser conquistados y dominado su territorio por españoles, ingleses, portugueses…

El territorio mexicano y su población quedaron incorporados al Estado español, que instauró un gobierno —dependiente totalmente del metropolitano asentado en Europa— que rigió durante tres siglos en lo que se llamó la Nueva España.

En 1821 México consumó su independencia por la molestia causada a los gobernantes locales de la época la decisión de la administración borbónica de España en la segunda mitad del siglo XVII de obtener mayores beneficios de las posesiones coloniales.

Desde 1765 se registran datos de la intención de un levantamiento contra el yugo español que dominaba todos los ámbitos.

Al independizarse de España, México se dio un gobierno propio controlado por los hijos de los españoles nacidos en este territorio de América, y ya con ellos como nueva clase dominante replicaron hacia los indígenas y hacia la población en general la política de exclusión del poder que padecieron frente a la Corona española.

Pero nada es eterno.

No hay, no existen imperios eternos e inamovibles. Lo que sucedió al imperio español, el derrumbe en todos sus ámbitos de dominación, ocurrió también a los cuatro más poderosos imperios de la Tierra que le antecedieron: el Imperio Persa o aqueménida, el Imperio Romano, el Imperio Árabe y el Imperio Mongol; de igual manera, fue la suerte que siguió al Imperio Británico luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y la URSS emergieron como las potencias dominantes, hasta la caída del bloque soviético en 1991, que dejó a Estados Unidos como la potencia dominante, hoy en declive, para ceder su lugar en los próximos lustros a China y a Rusia.

El sistema político mexicano es herencia del sistema político con el que España gobernó a la Nueva España (México); fue un periodo que comprendió de la Conquista de México (1519-1522) a la Consumación de la Independencia (1821).

Entre las causas de la Guerra de Independencia de la Nueva España y sus consecuencias encontramos algunas de las raíces del sistema político mexicano, concretamente las del origen del Estado Mexicano, según plantean los sociólogos Alicia Hernández de Gante y Jorge Lora Cam, en una investigación de 2010 llamada ’La crisis parlamentaria en México’.

El naciente país vivió una época de intensos conflictos políticos que fluyen desde la Colonia y la Independencia, hasta la Reforma con Juárez.

A lo largo del siglo XIX encontramos dos corrientes de pensamiento en la lucha por el poder en México: el conservador y el liberal.

Los liberales radicales, con Benito Juárez a la cabeza, abanderaron las Leyes de Reforma de 1857 a 1870, que se prestigiaron en la lucha contra el intervencionismo francés.

Desde el punto de vista de la construcción del Estado Mexicano y de la Constitución que le diera sustento jurídico, las corrientes en disputa se dividían en centralistas y federalistas.

Es importante señalar que a pesar de las discrepancias en sus ideas y proyectos de nación, ambos grupos siempre tuvieron en la mira el desarrollo de un sistema capitalista para México.

Los autores de ’La crisis parlamentaria en México’ asientan que un primer aspecto, la igualdad ante la ley, trataba de suprimir el fuero del que gozaban desde la colonia tanto el poder eclesiástico, el poder militar por medio de sus caudillos, como determinados grupos y élites con poder civil y privilegios en corporaciones y monopolios. La libertad presuponía la igualdad ante la ley.

Un segundo aspecto, la creación de las instituciones republicanas, buscó siempre el sustento democrático bajo el precepto de que la soberanía emana del pueblo.

Más adelante, después de la época del México Independiente y durante la Revolución de 1910, Ricardo Flores Magón concluye que: ’La libertad política requiere de la concurrencia de otra libertad: esa libertad es la económica’ (Montero, 1991:204).

Podemos decir que hacia 1859 en el Programa de Gobierno y en las Leyes de Reforma promulgados por Juárez quedaron plasmadas las ideas liberales que resultarían triunfantes en contraposición al conservadurismo.

El liberalismo en México, después de constantes luchas entre los grupos de poder, resulta triunfante en esa época y constituye las bases sobre las que se habría de forjar el Estado Mexicano y sus instituciones políticas, como la parlamentaria.

A la par, y en consecuencia de las luchas políticas, las ideas de los economistas liberales, de los enciclopedistas; las ideas laicas y la innegable influencia política del vecino país del norte, fraguaron en un nuevo proyecto de nación que necesitaba ante todo resolver el problema de la relación Estado-Iglesia, cuyo dominio no sólo era espiritual, sino político, social y económico.

Fue principalmente con los hermanos Flores Magón que las ideas liberales abanderaron los ideales de la Revolución, buscando una toma de conciencia del pueblo mexicano oprimido y sojuzgado desde la Colonia y que ahora en aras de la libertad política y económica se levantaba en armas.

El movimiento armado fue una revolución política donde las masas populares, a través de los caudillos y bajo el ideario de libertad e igualdad, buscaron en la Constitución de 1917 un sustento real en el cual cobijarse.

La Revolución se convirtió en norma constitucional, y la Constitución en el conjunto de decisiones políticas derivadas de los factores reales de poder que surgieron en ese movimiento armado (Cossío, 2000b:46-47,49).

El sistema político mexicano actual es un sistema nacional que emergió el 4 de marzo de 1929 con todas las fortalezas que los poderes fácticos dispersos le concedieron, primero al entonces presidente Plutarco Elías Calles, y luego a sus sucesores que lo fueron perfeccionando, con la fundación del PNR, luego PRM y finalmente PRI.

Hasta antes del 2000 era una locura pensar que ese sistema algún día se pudiera acabar. Que en algún momento no tuviera más remedio que mudar sus prácticas antidemocráticas orillado, vencido por la presión del pueblo.

Durante varias épocas fue un sistema suficiente y eficaz que se achicó en la medida en que los 16.5 millones de mexicanos de 1929 crecieron tanto en número —en 2018 somos ya casi 130 millones— como en necesidades insatisfechas y en formas de pensar, en un mundo globalizado con noticias instantáneas reflejando afanes de la humanidad que impactan a todos.

Sobre todo en las últimas décadas, las bondades de las luchas revolucionarias fueron autoasignadas entre quienes calendarizaron tener entre sus manos el timón político de la nación, desdeñando y marginando a los más amplios sectores de la población, como lo demuestra la baja aceptación, apenas 20%, que el presidente Peña Nieto tiene entre los mexicanos al final de su mandato.

En tal tesitura, la refundación del Estado mexicano es el único camino posible para salvar al país.

Ello por supuesto que no conviene a los pequeños clubes del poder piramidal que parecen decididos a seguir defendiendo sus cuotas y privilegios, sin importarles que el país se incendia.

Transitamos por el cuarto lustro del siglo XXI y las resistencias de los factores reales de poder han obstaculizado, cuando no impedido hasta ahora la concretización de la refundación del Estado Mexicano.

Mientras otras naciones navegan con altas miras, la energía de México se consume en reyertas internas, posiblemente azuzadas desde el exterior, con el fin de que nada cambie porque así conviene a sus intereses.

Hoy se reabre la esperanza con un presidente que piensa más en los pobres, con caballos de Troya en su equipo, en un mundo globalizado dominado por las economías que hoy mismo, en club de los veinte más poderosos (G20) siguen debatiendo el futuro de la humanidad en Argentina, pendientes del encuentro esta tarde entre los líderes de los gigantes Estados Unidos y China, más allá de los acuerdos formales de la cumbre que concluye su edición con el coincidente nacimiento de una nueva era llena de incógnitas para ellos mismos en México.


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México necesita un líder, pero con dinero, o poco podrá hacer

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