Los relámpagos de agosto

Fernando Amerlinck

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Agosto 24, 2014 19:11 hrs.

Fernando Amerlinck › diarioalmomento.com

Política Nacional › México Ciudad de México


El 11 de agosto de 2014 se recordará como fecha importante en los libros de historia. Ese día el presidente Peña firmó la mayor reforma psicológica, antimitológica, antidemagógica, religiosa laica y antitabú de los últimos años. O del último siglo.

Nuestra historia recuerda en exceso unas fechas y olvida injustamente otras. En el superinflado 21 de marzo, fiesta de San Benito Abad, hasta con descanso obligatorio se recuerda que en esa fecha nació el mayor santo laico; en cambio, el olvidado 2 de abril marcó un hito mucho mayor que el 5 de mayo porque en ese día de 1867 México recuperó en definitiva Puebla y así pudo ganar la guerra —ya no una simple batalla— contra los franceses. El pequeño problema es que se llamaba Porfirio Díaz ese triunfador que de veras cubrió las armas mexicanas de gloria (y contra lo que ordenaba Juárez, no se dio vuelo fusilando prisioneros).
Falta saber si las generaciones venideras recordarán el 11 de agosto como un bien o un mal. Falta saber si la declaración de nuevas posibilidades que firmó el presidente Peña servirá para realmente hacer avanzar a México. Falta saber si en verdad cambiamos, o esta oportunidad abierta se parecerá a un cohete mojado. Falta saber si este agosto será recuerdo memorable y agradecible, o un memento mori de los empeños patrióticos —que compartimos muchos— por abrirnos al futuro y dar más espacio a la libertad.
Prevenciones no sobran: la burra no era arisca pero así la hicieron a palos mucho antes de Salinas, el TLC, Fox y mucho más atrás: el 27 de septiembre de 1821, fecha olvidadísima, se concitaron enormes ilusiones, entre ellas la de estrenar nuestra bellísima bandera. Como en todo momento grande de nuestra historia, tan grandioso como lograr por fin la independencia, los perpetuos demonios mexicanos suelen echar todo a perder. Así se cargaron casi todo el siglo XIX.
Enrique Peña Nieto, por quien no voté, me provocó tempraneras expectativas pero me decepcionó cuando —al parecer— pactó con el PRD una deforma fiscal cuyos efectos destructivos están a la vista. Pero en su mayor parte las demás reformas, especialmente la energética promulgada el 11 de agosto, pueden cambiar la cara de México. Cambiarla para bien. Para muy bien.
¿Y nuestros demonios? Nos acosan atávicos estados de ánimo de resignación y resentimiento; malas prácticas de gobierno de todo partido o color o nivel; la increíble falta de respeto cotidiano a las leyes (por temor, ignorancia, costumbre, o la voluntad de sólo aplicarlas rigurosamente contra los enemigos); el intocable sindicalismo monopólico oficial; la delincuencia y la generalizada complicidad, impunidad, miedo, incompetencia policíaca, venalidad de los jueces; la obsesión por la rectoría estatal (no por la rectoría de la ley); la corrupción (incluyendo la corrupción del lenguaje) con la visión de los cargos públicos como propiedad privada de los funcionarios. Y desde luego, la noción de que el petróleo ES la Patria.
Los petronoicos dan brincos mentales facilísimos. Si el petróleo es la Patria resulta inmoral hacer negocio con él (con Ella) al no ver a ese líquido como sustancia de nuestra nacionalidad sino como vil mercancía. De allí a concluir que invertir en industrias de energía es vender al país y traicionar a la Patria, el salto no es cuántico pero sí mortal.
Nunca me han dicho qué beneficio directo y palpable para mi bolsillo recibo hoy por ser tan rico poseedor de “mi petróleo” ni cuál de esos dividendos directos me arrebatarán las reformas. No dicen eso pero sí que el petróleo ya no será mío porque se lo agandallarán las empresas privadas. Gran mentira. La propiedad del líquido no se cambia y lo único nuevo es que ya se vale invertir en industrias de energía. Armados con tanta honestidad intelectual, los progresistas pretenden conservar intacto el status quo y devolver la industria petrolera al monopolio Pémex y a su monopólico sindicato.
Con tantos ingredientes propios de nuestra idiosincrasia o idioticracia, ¿pueden funcionar las reformas? Con el nuevo andamiaje legal, ¿se vale soñar con un México que empiece a exorcizar a sus demonios? ¿Será posible?
Quizá sí. El poeta prefranquista Miguel Hernández convoca a algo claro: Dejadme la esperanza. Mas en el mundo real la esperanza no es ánimo de quinceañera sino asunto de profunda responsabilidad. Si en México la ley sirve para castigar al enemigo pero no orienta la vida diaria, parecerá de quinceañeras esperar que un cambio de ley vaya por sí solo a cambiar la realidad. Para incidir en los hechos hay que dejar el campo de los bonitos propósitos y abonar el de las realidades. El verdadero cambio significa pensar diferentemente y hacer cosas que no se hacían antes. ¡Vaya reto!
Sin embargo mucho, muchísimo ya está hecho, gracias a una gestión política tan hábil y decidida que resulta una primicia histórica. El cambiar tanto y en tan poco tiempo puede ser un acicate movilizador para que este país se ponga en funcionamiento y consiga progresar más velozmente y con mejores resultados. Viviremos tiempos interesantes.
El desafío es inmenso, como siempre pasa cuando hay que poner en marcha un gran programa. No hablo de apuestas porque no se trata de azar ni de juego sino de riesgos. Todo gran cambio los trae, peor aún si diez grandes reformas han puesto de cabeza a la Constitución. Pero según encuestas, la mayoría de las víctimas de la educación oficial demagógica, mitológica y extralógica se han convertido en petronoicos que se creen las patrañas y palmarias mentiras de los muy conservadores políticos progresistas.
Si la implantación fallara (por corrupción, impericia, sabotaje y/o lo que sea), las consecuencias políticas serían terribles. Se deslegitimaría un proceso liberatorio de apasionantes consecuencias para beneficio de nuestro país, y la Patria quedaría en riesgo de que triunfaran en 2018 las fuerzas más conservadoras, más oscuras, más destructivas. Se cebaría, al menos por una generación, el cambio histórico promulgado el 11 de agosto.
Agosto es mes de lluvias y truenos, huracanes y relámpagos que así como trastocan y destruyen, renuevan de agua y vida las tierras y las presas. En este relampagueante mes pido disculpas al gran Jorge Ibargüengoitia por plagiar el título de su excelente novela de 1964 Los relámpagos de agosto con que titulo este preocupado texto sobre una fecha que podría recordarse a futuro como un fallido esfuerzo por sacar a México del marasmo, la mitología, la demagogia nacionalista revolucionaria, los tabúes. O podría recordarse como el más comienzo de una era más abierta y productiva.
Sea esta fecha un buen recuerdo de cuando México decidió por fin abandonar espacios de impune y muy monopólica irresponsabilidad y corrupción, para dar un brinco evolutivo hacia mayores espacios de libertad y posibilidades abiertas.

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