"A mi padre le hubiera gustado que lo recordaran...": Adriana Ramos

De la REDACCIÓN

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Octubre 17, 2014 19:11 hrs.

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Sr. Director.
Estimado Señor Campa;

Le agradezco la semblanza del fallecimiento de mi padre en su página de la Internet. A mi padre le hubiese dado gusto que lo recordaran. Le cuento que al ser incinerado, portaba un traje nuevo que había comprado en Londres (y pensaba estrenar una semana después en su cumpleaños), una hermosa corbata, sus zapatos de cocodrilo y un emblema pequeño de oro en la solapa derecha con el águila de “El Universal”, su casa editorial a la que quiso tanto.
Lamento la tardanza de mi respuesta. He tratado de darle la debida compañía a mi Madre en estos últimos meses que han sido dolorosos para ella, no sabe cómo le agradezco su mensaje.
Por cierto, quería comentarle, buscando una nota encontré este artículo, no sé si es correcto, supongo que fue mucho tiempo después de usted, pero se la comparto:

El primer día… 40 años atrás
“Y con 50 pesos en la bolsa me subí al autobús… Pírrica, pero victoria al fin… cuatro décadas después”

por Juan Bustillos

El 31 de agosto de 2014

“La ingeniosa e inmediata respuesta (‘para usted, señor Baena’) desencadenó la carcajada generalizada. Fue mi bautismo; juré vengarme; desde entonces ‘Puga’ es mi cruz; la venganza ha sido suya”

“Después vino el resto, un poco de éxito, el suficiente para ser víctima de expertos en adulación, en cultivo yucateco; como a muchos, me volvieron medio o muy loco, sólo por cierto tiempo hasta que la propia vida me ayudó a recuperar la humildad provinciana con tropezones, caídas, persecuciones y pérdidas irreparables”

Agustín Baena celebraba a carcajadas haber chamaqueado al reportero provinciano. “Para usted, Señor Baena”, espetó a mi petición de cuartillas.

“Puga”, así le llamaban, trabajaba, perdón, cobraba de “hueso” en la redacción de El Universal. Era indispensable por sus múltiples tareas, la mayoría extraoficiales: ir por las tortas a “La Mundial”, en donde, además de guardar para siempre los vueltos, práctica que no ha perdido, solía quedarse a cumplir la jornada laboral hasta la última gota; dotar de cuartillas a los redactores; llevar las notas a la Mesa de Redacción y, entre muchas más labores, cobrar semanalmente el salario de quien se atrevía a confiarle su dinero.

Durante dos semanas fui aprendiz en la redacción de Bucareli 8 a principios de agosto de 1974. Me sentía en otro mundo; lo era, al menos diferente a la del ORIENTE de Teziutlán, en donde empecé después de leer unas cuartillas mimeografeadas en las que Vicente Leñero explicaba el qué, cuándo, quién, dónde y el porqué de la noticia. La primera ocasión que apuré nervioso los escalones que conducían al reino indiscutible de Ariel Ramos, creí que el propietario del periódico era don Demetrio Bolaños, un viejo y elegante periodista de paso cansino que en la juventud reporteó a caballo las delegaciones del Distrito Federal.

Lo primero que aprendí durante mis años en el querido periódico de Juan Francisco Ealy fue gritar a Baena: “¡Puga, cuartillas!”.

El día de mi debut como suplente, el miércoles 28 de agosto, 40 años atrás, ocupé el escritorio y la máquina de don Raúl Garnier, un hombre bueno desperdiciado en las fuentes eclesiásticas. Desde el primer día se apiadó del provinciano; su primer gesto amable fue llamarme colega. Conseguir un escritorio y una máquina en ese mundo poblado de titulares y suplentes, era una odisea. Tuve la fortuna de tener su autorización para usar sus herramientas.

Convertido en suplente, inflamé el pecho y grité orgulloso: “¡Puga, cuartillas!”.

La ingeniosa e inmediata respuesta (“para usted, señor Baena”) desencadenó la carcajada generalizada. Fue mi bautismo; juré vengarme; desde entonces ‘Puga’ es mi cruz; la venganza ha sido suya.

MÁS PANAL EL DF QUE TEZIUTLÁN
Como en los últimos 15 días anteriores, aquella mañana compré muy temprano El Universal. No buscaba el Aviso Oportuno para encontrar trabajo; intentaba contratarme de reportero suplente en el periódico de Juan Francisco. Me brinqué la primera página para sumergirme en la policiaca; nada me importaba lo que hiciera o dejara de hacer Luis Echeverría, personaje cotidiano de la portada. Mi rutina era cotejar lo publicado con las notas que la tarde anterior entregaba al senador Flores Masary, un político morelense que, como jefe de la sección, pasó a la historia del periodismo con cabezas de antología: “Lo hirieron en el Viaducto” o “Mató a su madre sin causa justificada”.

Como de costumbre, la mañana anterior había acudido a la redacción a esperar a Germán Sevillano; le habían encomendado enseñar a reportear en la gran ciudad al provinciano enviado por el líder del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa, Luis Jordá Galeana.

Era hijo del líder de uno de los muchos sindicatos que ahogaban a El Universal, y hermano de Luis, por entonces jefe de Redacción.

Como suplente de José Luis Parra, un líder sindical en eterna “comisión de la empresa”, cubría la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Era admirable: por problemas de salud mal caminaba, veía poco y manejaba su automóvil con licencia para hacerlo a baja velocidad. Me enseñó a llegar a las 11:00 de la mañana a la Redacción; esperar de Mario Aguirre la orden de cubrir sus fuentes; luego nos encerrábamos a matar el tiempo en una cafetería y después marchábamos a la Procu a esperar el boletín de Hugo Villicaña. De regreso en la Redacción daba una vuelta a los comunicados y los entregaba al senador Flores Masary. Una especie del “copy paste” actual. ¡Era más cómodo reportear en el Distrito Federal que en Teziutlán! Allá sí había que talonear.

Seguí su ejemplo; aprendí a cambiar algunos verbos de un párrafo a otro: añadió, dijo, expresó, manifestó y concluyó, los favoritos. A diferencia de su trabajo, el mío no se publicaba. El senador me evaluaba; de su aprobación dependía conseguir el título de “suplente”. Estaba seguro que en realidad aventaba las cuartillas al cajón de su escritorio y las olvidaba.

Una mañana de agosto, Germán no llegó a la redacción de Bucareli 8, pero seguí respetuoso la fatigante rutina; matando el tiempo en la cafetería tomé la decisión de ir a la PGJDF por el boletín; “La antena”, le decían.

ARDIENDO… DE CORAJE
Ahí estábamos en la chorcha, esperando “La antena”, cuando llegó el informe de un incendio en la esquina de Potam y Taller, en el centro de la Ciudad de México. El Departamento del Distrito Federal tenía ahí un depósito de gasolina y los bomberos intentaban controlar el siniestro.

“La fuente” arrancó de volada; el único paralizado fui yo. Sin Germán no sabía qué hacer; además ese tipo de asuntos eran incumbencia de Eduardo “El Güero” Téllez Vargas, un legendario reportero de policía entre cuyas proezas estaba haberse disfrazado de enfermero para entrevistar en exclusiva al asesino de León Trostky.

Me disponía a vegetar cuando el jefe de prensa de la Procu, Hugo Villicaña, pidió a Julio Villarreal llevarme con él en su vehículo al lugar del incendio. Julio era de los reporteros de policía con mayor influencia; representaba nada más y nada menos que a “La Prensa”. Minutos después estábamos en Potam y Taller; el incendio no era de grandes dimensiones, pero el aprendiz de El Universal nunca había presenciado nada igual. Aquello era el infierno. Me impresionó, además, la facilidad con que Julio rompía los cercos policíacos; su credencial valía oro. En realidad, a veces ni la sacaba; los polis le abrían paso al escuchar su nombre y el de su periódico. Poco a poco nos acercamos al lugar de los hechos. De pronto, aquel amigo inolvidable recomendó volver sobre nuestros pasos porque en cualquier momento habría un estallido. Dimos la vuelta y unos pasos después la profecía se cumplió. Los ojos del provinciano se llenaron del intenso color de las llamas y de bomberos intentando escapar presurosos del infierno.

Todavía conmocionado llegué a la Redacción; camino a La Prensa, Julio me dio un aventón. Germán no estaba; platiqué al senador Flores Masary lo ocurrido y “El Güerito” Téllez Vargas confirmó todo mi cuento. Me pregunté intrigado desde dónde había visto lo ocurrido porque no lo recordaba entre los reporteros congregados en Potam y Taller.

Germán se había reportado enfermo y otro cubrió su suplencia; el jefe de información, Mario Aguirre, me aconsejó olvidarme del “boleto” (eufemismo del boletín) y escribir la nota del incendio. Le hice caso y durante un par de horas me dediqué a llenar con pedazos de cuartillas el bote de la basura. No encontraba la manera de narrar el espectáculo, para mí dantesco. Percatado de lo que estaba ocurriendo, Mario se acercó y me dijo: “déjate de mamadas y escribe lo que viste; no es más que un pinche incendio, olvídate de literatura y esas pendejadas”.

Al día siguiente compré el periódico para comparar la nota de Téllez Vargas con la que yo había entregado a Flores Masary. Una fotografía del incendio ocupaba un buen espacio de la primera página; abajo, la crónica firmada por “El Güerito”. Desde la primera frase supe que la nota era la mía. Rumiando coraje abordé el Metro, bajé en la estación Balderas y corrí al periódico. Apenas me vio, Mario me llamó aparte: “no la hagas de pedo, desde mañana estás trabajando”.

‘¿QUIÉN ES USTED Y QUÉ HACE AQUÍ?’
El 28 de agosto fui incluido entre los suplentes y recibí mi primera orden. Han pasado 40 años, pero esa misma tarde, Téllez Vargas me sonrió con sus enormes dientes y me invitó a comer. Él mismo había recomendado publicar mi crónica, pero en la Mesa de Redacción decidieron poner su firma. Me explicó que en efecto no había estado en el incendio, porque la policía le informaba directamente; además ya sabía que un reportero de El Universal estaba ahí. Nuestras comidas se volvieron frecuentes y, lo mejor, él pagaba. Con el tiempo su nombre fue impuesto a la oficina de prensa de la policía. Fue hermano de Arturo Téllez Vargas, el joven cristero que manejó el vehículo desde el cual Luis Segura Vilchis intentó matar a Álvaro Obregón. Le gustaría saber que con el tiempo llegué a ser editor de Alarma!

En mi primera suplencia iniciaron mis problemas. No digería aún la broma de ‘Puga’ cuando Ariel Ramos me llamó a gritos, conforme a su costumbre. “¿Quién es usted y qué hace aquí?”. Intenté explicarle, pero se acercó el líder de la sección sindical de los redactores de El Universal, Polo Cano Contreras; le dijo que el sindicato inauguraba conmigo la política de dar oportunidad a los reporteros provincianos. No le dio tiempo de concluir, con un “sólo van a conseguir que se pierdan en las calles” dio la vuelta y se marchó.

Pero ya estaba dentro.

Si ingresar no fue fácil, permanecer, menos. Sobraban titulares y suplentes y Juan Francisco luchaba por sacar adelante un periódico cargado de sindicatos y problemas económicos, así que corriendo con suerte podía obtener una suplencia a la semana... si un suplente decidía no trabajar.

Pero la Providencia no abandona a quienes confían en ella. Una tarde, Ariel parecía encarnación de Zeus echando rayos y centellas. El Universal vivía obsesionado con Excélsior, a unos pasos, cruzando Bucareli. El triunfo de uno significaba la derrota del otro y nuestro periódico era humillado a diario. La verdad, salvo contadas, muy contadas, excepciones, Ealy Ortiz no tenía con quién dar la pelea.

Ariel reclamaba que pareciéramos una coladera: con excepción de los boletines, se nos iban todas las notas, en especial a la guardia nocturna. Gritó, amenazó, manoteó, pataleó y se refugió en su cubículo. Acostumbrada a sus arranques, la redacción siguió en lo suyo, como si nada hubiese ocurrido.

Excepto yo que me acerqué al subdirector de la edición, Miguel Castro Ruiz, hermano del arzobispo de Yucatán. No se distinguía por su buen humor; en realidad, los redactores le temían y la mayoría, con excepción de los seminaristas desertores convertidos en reporteros, como él mismo, preferían que Baena entregara sus cuartillas.

Le dije que podía hacerme cargo de la guardia nocturna. No me ofrecí porque me atrajera el horario matador, de las 9:00 de la noche a las 3:00 de la mañana, sino porque era la única posibilidad de trabajar todos los días y tener además 50 pesos de ayuda extra por transporte. Sólo así podía vivir y enviar dinero a la familia.

Don Miguel contestó que no; me mantenía bajo observación y había registrado mi lentitud para redactar; así de poco o nada serviría en la guardia en circunstancias de emergencia. Intenté explicarle que en realidad me afanaba en pulir el estilo de redacción para igualar el de mis compañeros, pero que me resultaba imposible.

Absorbí el golpe, me acerqué al jefe de Información y pedí permiso para no acudir en busca de suplencias durante el fin de semana. Quería viajar a Teziutlán y estar con mi familia. El lunes siguiente llegué temprano a la Redacción a ver si de casualidad tenía suplencia; al verme Mario Aguirre me gritó: “¿dónde estabas?, Castro Ruiz te quiere en la guardia caballona”.

Esa noche, Ariel ordenó presentarme en su oficina: “Miguel nunca me ha pedido nada y ahora me pide que usted ocupe la guardia. Lo voy a estar vigilando porque quiero chingarme al licenciado; así que ya lo sabe, voy a estar sobre usted”.

Y así empecé, haciendo pareja con Amado Escalante.

LA BATALLA CON EL EXCÉLSIOR… Y LA INTERNA
Con el tiempo descubrí que Castro Ruiz no era tan fiero, pero ¡ay de quien se equivocara y le dijera Castro Ruz!; le divertía humillar a las grandes figuras de la Redacción llamando a la guardia a gritos para rehacer en “español” sus notas.

Se trataba de aligerar el trabajo a Fernando Moraga, Alfonso Huitrón y demás compañeros de sufrimiento en la Mesa de Corrección.

Poco después vendría otra vez la Providencia. Don Clemente Cámara Ochoa tuvo que viajar a Japón y su lugar, en el equipo de El Universal que cubría la campaña de José López Portillo fue ocupado por un reportero que desde el primer día enloqueció. Una noche se subió al piano, agarró el vaso del pianista y se orinó en él. La última gota alivió su vejiga, pero derramó el vaso: el jefe de prensa del candidato del PRI, Rodolfo Landeros, pidió un relevo y en el periódico sólo estaba el reportero de guardia. Con cara de pocos amigos, Ariel Ramos me llamó y me encargó cubrir el hueco; pero algo había cambiado porque al despedirnos me dijo sonriente: “Aprovecha la oportunidad”, fue la primera ocasión que me tuteó y que lo vi sonreír. Encerrado siempre en la Redacción a nadie conocía de la comitiva de López Portillo, ni políticos ni reporteros, sólo a Rodolfo Guzmán que de El Universal emigró a Excélsior.

Con los años “El Negro” sería asesor de Josefina Vázquez Mota.

El resto es otra historia, en la gira de Don Pepe por Morelos, el Estado de México, Michoacán y Guerrero, conocí al mejor reportero de aquellos tiempos, Manuel Mejido; venía de cubrir el golpe de Pinochet en Chile. Fue el único periodista extranjero que estuvo ahí; el éxito le granjeó el amor de Luis Echeverría y la envidia de sus compañeros en Excélsior, en especial de uno.

Aproveché la oportunidad, pero Ariel me regresó a la guardia. Ahí seguí hasta que Mejido arribó a El Universal convertido en subdirector. Con él y los reporteros que lo acompañaban, Toño Andrade, Luis Gutiérrez, Fernando Meraz, y después “Los niños héroes”, Lalo Arvizu, Enrique Aranda y Herminio Rebollo, se refrescó el periódico y empezó la batalla contra Excélsior al que Echeverría le había metido mano.

Pero ocurrió lo previsible, en la rutinaria lucha interna de poderes perdió con Ariel; Juan Francisco lo arrinconó en El Gráfico. Me convocó y lo seguí; a cambio me confío las fuentes políticas con obligación de alimentar su columna, “Alto Poder”.

Mi marcha fue considerada como traición por Ariel; regresa, me dijo, tuyas serán las fuentes políticas. ¿Cuándo?, le contesté. ¿Cuándo mueran don Demetrio, don Clemente y Jorge Avilés Randolph? Con el tiempo me perdonó; nada había que perdonar, era la misma empresa.

En alguna ocasión, comiendo en el rancho limonero de Juan Francisco me llamó para zanjar una discusión vital que mantenía con sus compañeros de mesa: ¿por qué el platillo a base de blanquillos y chile pasilla del restaurante “El Lincoln” se llama “Huevos a la Romero”. Por el padre del subprocurador Pepe Elías Romero Apis, David Romero Castañeda, que fue subsecretario de Hacienda, y no por el ex secretario particular y jefe de prensa de Adolfo López Mateos, Humberto Romero, contesté. Horondo me dio las gracias por confirmar la lección de política que impartía a sus asombrados comensales.

De vez en vez encuentro en el Bosque de Tlalpan a Manuel caminando con Estela, su esposa. “Magister magisterium”, le digo. Sonríe satisfecho; hubiese querido que me enseñara a manejar el lenguaje, pero hizo algo más valioso: me confió su nombre durante años y así pude medio construir el mío.

Después vino el resto, un poco de éxito, el suficiente para ser víctima de expertos en adulación, en cultivo yucateco; como a muchos, me volvieron medio o muy loco, sólo por cierto tiempo hasta que la propia vida me ayudó a recuperar la humildad provinciana con tropezones, caídas, persecuciones y pérdidas irreparables; me puso además en el lugar que, conforme a la física, ocupo hoy en el espacio: mínimo, como diría el olvidado Francisco de Asís.

Pero el ingreso a El Universal, 40 años atrás, también me resarció de lo negado por la vida: encontrar, sin buscar, a mis hermanos varones: muy pocos, como ellos lo saben, definitivos en la vida contemporánea del país con un par de rasgos comunes que para mí valen todo: leales a carta cabal y luchadores heroicos, por sus vidas e ideales. Pero, sobre todo, estar cerca, muy cerca, de mis hijos, los adultos y los chiquillos, que han dado sentido a mi vida.

Más que suficiente para el reportero que asustado y despistado llegó del pueblo a la gran ciudad con un bagaje único, invaluable: la experiencia conseguida en el bisemanario de José Motte Ruiz, ORIENTE, y la confianza de Chichancatello, el duende que habita en el bosquecillo de Fresnillo que descansa en las faldas del cerro en dónde hay piedras que caen como granizo y que al oído me susurró: ve y compruébate a ti mismo si eres reportero; si no lo eres, regresa. Y con 50 pesos en la bolsa me subí al autobús.

Han pasado 40 años y prometo que hoy, al llegar a mi oficina en IMPACTO, lo haré con el mayor sigilo posible para no interrumpir el sueño a Baena que se deja arrullar por el ruido del televisor. Ya frente a su escritorio gritaré a todo pulmón: “¡Puga, cuartillas!”. Espero no matarlo del susto.

Pírrica, pero victoria al fin… 40 años después.

Nota de la Redacción: Y ya metidos hasta el tuétano en la nostalgia y los recuerdos, qué bueno que el Capitán Carlos Ruiz no está presente en la celebración de estas cuatro décadas, porque habría embarrado todo el pastel de aniversario en la humanidad morfeana de Baena, quien ni en su ya portentosa abstémica condición se habría percatado de lo ocurrido hasta llegar, sano y salvo, a su casa.


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