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Marzo 31, 2014 11:34 hrs.

Fernando Amerlinck › diarioalmomento.com

Biografías ›


No, ese tiempo nunca volverá. ¡Vaya época! Cada mes esperaba el nuevo número de Vuelta para leer el texto más reciente de Octavio Paz; e Ikram Antaki estaba a un telefonazo de distancia. Ya iría a visitarla en la punta del cerro, o a que me invitara a un programa de radio. Imposible: ninguno de ellos está aquí ya.
Hoy los evoco otra vez. Recuerdo palabras tanto de él como de nuestra mutua amiga Ikram Antaki, y algo de lo que le escribí a él entonces. Cito esos textos con emoción, con agradecimiento, y claro que con dolor.
Va una parte de una carta que envié a Octavio el 11 de noviembre de 1995:
“Usted escribió a Julio Scherer, cerca de cumplir 80 años, que se disponía a poner en orden su alma, como Alonso Quijano. También decía ‘amo la vida y reverencio a sus misterios, sobre todo a los mayores: el nacer, el enamorarse, el morir’ … Hace ya dos años de eso y aún recuerdo el estremecimiento que sentí, la sorda desesperación de pensar que usted, a quien conozco tanto pero que no me conoce, pudiera irse… Y (en La llama doble) me tropecé con una frase rotunda: ‘me enamoré’. Me sobrecogió su sencillez; yo también me he enamorado pero no lo he dicho tan llanamente. Y luego la confesión de un hombre que ronda el trance supremo, cuando dice ‘¿al final de mis días, escribir un libro sobre el amor? ¿o era un adiós, un testamento?’ Pero precisamente, ¿no es obvio que un hombre dedique una obra de grueso calibre, a la preparación del encuentro supremo —lo digo como creyente en una esencia creadora amorosa— con el perfecto amor?
“…Está usted aquí, hecho de tiempo, como yo; tiempo evanescente que es, como dice, una exhalación, una pausa… Siento el paso del tiempo como un río que fluye en forma tan misteriosa como implacable. ¿Quién dice nunca quién, sea cual fuere la edad, habrá de irse primero? Y me entra un ansia de comerme la vida a puños con una misteriosa serenidad y paz, y hacer lo que nunca he hecho, al acudir a reconciliarme con mis deseos no cumplidos. Usted hace un libro sobre el amor, recoge después sus vislumbres de la India, decide esperar trabajando el fin de una vida harto provechosa: yo veo pasar mi tiempo con manos mucho, mucho más vacías y muy pocos interlocutores aunque, como usted, pretendo ser fiel a mi conciencia.
“Cuando aquello ocurra, seguirá siendo usted uno de los hombres más vivos que haya generado esta tierra, tan vivo como Sor Juana. Usted será eterno mientras haya tiempo con ojos y boca —interlocutores que aún no han nacido— y su influencia en la carne de esta patria nuestra seguirá presente. Y usted, como yo, pasaremos a otro espacio muy misterioso donde lo más adecuado es el enamoramiento; habremos de regresar a un espacio de amor en el que creo profundamente.”
A esa sentida carta me respondió Paz con una misiva donde dijo algo de lo mejor que un ser humano puede decir de otro: con elocuente subrayado me llamó amigo.
Nos deja Octavio Paz
Titulé así un artículo cuando se veía inminente el desenlace que dos semanas después ocurrió. Dije allí de esa inevitable espera:
“Será una tragedia para un país que no sabe asimilar lo que sí ve una mente atenta: la tragedia, como sentido profundo de la vida y su impepinable fin, que el mexicano no ha logrado incorporar (tener in corpore, en el cuerpo) nociones esenciales para la vida y la existencia. No podría hacerlo quien cojea del sentido de la verdad y, por ello, del espíritu y práctica de la ley…
“El mexicano que no aprendió de España el sentido encarnado (incorporado en carne) de la realidad real —pan pan, vino vino— se debate en un laberinto de miserias recurrentes, orfandades y soledades que le impiden mirar en la cara, como igual, al otro (a otro mexicano, al mundo); jamás habrá así confianza social, instituciones sólidas, leyes liberadoras. Y quien mejor ha entendido ese ser profundo del mexicano, se va.
“Con el siglo se extingue un sistema político y también un faro iluminador para la transición. Más que nunca necesitamos esa luz; será el mejor agradecimiento, que personalizo a quien explícitamente me declaró su amigo, tiempo después de que yo lo declaré maestro.
“De amigo a amigo, de discípulo a maestro, entre hombres y compatriotas, me despido de aquél a quien acaso nunca pueda volver a ver pero de quien —mientras yo tenga vida— aprenderé.”
Días después, ya consumada su partida, el 30 de abril escribí “la ausencia corporal punza el alma, pero la consuela la sensación del deber moral cumplido y la palabra dicha y escuchada; compartimos en un breve tiempo la casa de la presencia, que es también casa de amistad. Mas su palabra vive y hoy le digo, Octavio, seguiremos conversando en ese espacio siempre nuevo, que somos el lector y la voz escrita.”
El amor a las almas grandes
Así llamé otro texto en mayo de 1998 cuando ya había muerto Octavio Paz, valiéndome de palabras que había dedicado a él Ikram Antaki, quien decía esto:
“Lo conocí tarde, en 1993 apenas… Después de 93 lo quise mucho, mucho… Lo amé sin conocerlo hace muchos años porque me permitió alzarme por encima de mí misma; dudar de mis seguridades y buscar y querer el saber que, como hombres, perseguimos y que siempre se nos escapa…
“En unas décadas otros hombres se preguntarán, ‘¿acaso no hubo más en el siglo XX que estas baratijas que consignan los periódicos?’ Nosotros tuvimos la suerte de tener, en nuestra geografía y nuestro tiempo, mucho más: protejámoslo. ¿Cómo? El mercado no es su lugar; habrá que crear, en la periferia de nuestra realidad, unos caminos no muy frecuentados que garanticen la permanencia de su grandeza; que escapen a los criterios de la venta y de la fama. Ahí estará Octavio Paz. Luego habrá que cuidar que no esté demasiado solo.”
Me sobrecogió entonces como ahora la hondura de sentimientos de dos almas tan grandes como la de ella y la su querido amigo. Ella misma me dijo varias veces: “No hay en el mundo de hoy una mente mayor que la de Octavio Paz”.
Ikram había puesto su propia vida de por medio por días y noches, para escribir El Espíritu de Córdoba, libro del que me dijo que ya podría morirse porque allí estaba todo cuanto ella quería decir. Al terminar su doloroso esfuerzo para ese libro, inmediatamente se lo llevó a Octavio Paz, a quien se lo había dedicado.
Dos cortos años después murió también Ikram; recibí la noticia en Italia, donde yo vivía. Y me sobrevinieron más preguntas.
El evanescente tiempo pasa cada vez más de prisa, con una carga colosal de preguntas sin respuesta y con dolorosas ausencias. ¿Adónde se va quien ya no está? ¿Cómo sustituirlo? ¿Qué maestro podrá interpretar nuestra situación histórica como lo hicieron ellos? ¿Qué posibilidades hay a nuestro alcance hoy?
Sólo a la oración y la poesía se puede acudir ante tales interrogantes. El grandioso Miguel Hernández lloraba así ante la inclemente ausencia de un amigo:
A las aladas almas de las rosas
Del almendro de nata te requiero,
Que tenemos que hablar de muchas cosas,
Compañero del alma, compañero.
Ya adentrado en este siglo XXI siento yo también, como el cuerdo Quijote, la necesidad de poner orden en mi alma. Reinventarme, rediseñar mi nunca clara oferta al mundo, dar una vuelta de campana, ejecutar un quiebre definitivo de aquí al fin de mis días. Busco una nueva Epifanía, como la que me reveló Ikram haber vivido tras un viaje a Siria en 1998; viví una yo al comenzar el 2000. Hoy requiero una reedición de aquellos tiempos. Y resueno vivamente con este texto de Paz (Ladera Este):
No hay
Ni un alma entre los árboles
Y yo
No sé adónde me he ido
El propio Paz veía así una parte de la incomprensible condición humana:
La luz hace del muro indiferente
un espectral teatro de reflejos.
En el centro de un ojo me descubro;
no me mira, no me miro en su mirada.
Se disipa el instante. Sin moverme,
yo me quedo y yo me voy: soy una pausa.
Se disipa y se fuga el tiempo etéreo. Acaso la vida sea sueño, como dijo Calderón; o sueño que sueña. Acaso sea un puente entre dos pausas. Y la incógnita me escuece.
Con ambos converso: Ikram Antaki y Octavio Paz son su palabra escrita. Nunca estará su voz más viva: somos sus interlocutores, y no hay que dejarlos solos. Lo pidió para él Ikram, y lo digo yo de ambos: leámoslos, que será ése el mejor homenaje que podamos tributar a esas dos inmensas y universales almas mexicanas. Conversemos con ellos. Su palabra escrita es lenguaje que permanece.

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Octavio centenario

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