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Diciembre 30, 2013 10:23 hrs.

Fernando Amerlinck › diarioalmomento.com

Cultura ›


Panamá – Regreso a este pequeño país, donde había estado dos veces: hace 50 años y hace 31. Mientras tanto, he visitado dos veces un pequeño gran país que asalta constantemente mi memoria: Singapur.

Quien conozca Singapur pensará que estoy loco al compararlos y no le faltará razón. Si Singapur se forzó a formar parte del Primer Mundo y lo consiguió, Panamá está en el echeverresco Tercer Mundo y fue capaz de ser gobernada no por siquiera una pálida sombra de Lee Kwan Yew sino por el narcotraficante y lavadinero Manuel Armando Noriega, a quien los gringos secuestraron en 1989 en una invasión que costó la vida a miles de panameños.
Las diferencias panameñas con un país que da clases de civilización a Suiza son tan oceánicas que no vale la pena repasarlas. Prefiero anotar las coincidencias.
La mayor riqueza material de Singapur es su puerto, que es deriva de su ubicación geográfica en el Estrecho de Singapur, paso conveniente para el comercio marítimo. El canal es la mayor riqueza material de Panamá se deriva de su ubicación geográfica en el Istmo de Panamá. Hay dos puertos en una franja tan estrecha que es fácil visitar dos océanos en una hora, con un canal interoceánico que cruzan de día y noche unos 80 barcos de carga y de recreo. Y lo están ampliando para duplicar su capacidad y operar los superbarcos que no había en 1912.
Los barcos que se ahorran el cruce aprovechan las vías carretera y ferroviaria entre Colón y la capital son muchos más. Al llegar por avión al aeropuerto Tocumen de Panamá, la vista del innumerable tonelaje de merodeantes naves recuerda a Singapur. Un correlato es la invasión a Normandía en 1944 o los yates en Mónaco un día de Gran Premio.
Otra semejanza con Singapur es su situación fiscal y financiera. Abundan en Panamá las oficinas bancarias. Y Panamá ofrece lo mismo que disparó la riqueza de Singapur y Hong Kong: bajos impuestos. Los cancerberos de los infiernos fiscales como México o casi cualquier otro país “civilizado” lo llaman despectivamente paraíso fiscal y obligan a sus contribuyentes a no salir del infierno, pues los obligan a pagar diferencias de impuestos sobre la renta sobre el dinero que hagan en los “paraísos”.
Una semejanza más es el tamaño de su población. En territorio Singapur es 100 veces más pequeño pero Panamá tiene apenas 3.7M de habitantes contra 5.4M de Singapur. Y viene otra semejanza en el montañoso Panamá: aquí le han ganado espacio al mar, y donde antes había agua y arena se levantan edificios de más de 50 pisos que recuerdan a los rascacielos a ambos lados de una calle de Singapur llamada Beach Road porque estaba en la playa.
Un parecido más es que dan facilidades a la empresa. En Panamá hay un comercio amplísimo y se consiguen cosas de todo el mundo. En el puerto norteño de Colón abundan las bodegas donde los extranjeros pueden comprar de todo (aunque a diferencia de lugares de casi totalmente libre comercio como Singapur y Hong Kong, los panameños pagan aranceles, que no son altos).
Panamá, como Singapur, tiene un caluroso clima tropical y en ambos países llueve abundantemente. En Panamá hay tanta agua, que en el lago artificial de Gatún y ríos que lo alimentan hay suficiente agua para que las esclusas del canal funcionen sólo por gravedad. Así y todo, en la ampliación del canal emplearán tanques para mejor almacenar y aprovechar el agua.
Como en Singapur, el inglés es obligatorio pero aquí como segunda lengua. Panamá habla un español aceptable (hay una Academia Panameña de la Lengua) y no son ni con mucho tan pochos como en Puerto Rico, colonia gringa de cuarta, carente de una identidad nacional rotunda.
Lo que es de cuarta en Panamá, lo corriente y mal hecho, es mérito del gobierno. Por ejemplo, sus señales de tránsito son tan dignas del DF como la calidad de sus banquetas, trampas mortales para quien se aventure a caminar a pie; y parece que la pavimentación de las calles se la hubieran concesionado a la Delegación Miguel Hidalgo, si bien hay mucho menos topes. Los atascos de tránsito también parecen defequeños y los taxis son atracadores, pero están haciendo un tren subterráneo y gigantescas obras viales, algunas de ellas ganando aún más espacio al mar. El escombro de las obras del nuevo canal es suficiente para muchas hectáreas nuevas de tierra firme.
Mi regreso a Panamá luego de tan largas ausencias me dejó asombrado. Las obras (obviamente no del gobierno sino de las empresas panameñas y extranjeras) manifiestan que esta gente es seria y puede tener grandes posibilidades. La silueta de los nuevos edificios que miran al mar es algo de lo más visible en una economía en que no oí quejas de desempleo y que a los ojos del viajero se ofrece como tierra de promisión. Por algo recuerdo a Singapur.
Las negrísimas nubes hacia el futuro están en la mayor de las pobrezas que compartimos en México con Panamá: la calidad de los gobiernos, la pobreza educativa, y una democracia entendida como beneficios “sociales” a cargo del gobierno y de los contribuyentes. Es decir, la democracia como demagogia; el tercermundismo y la chafez, la malhechura y el ahisevaísmo como práctica y estilo.
Un dicho terrible destruye a tres países en una línea: un venezolano es un panameño que se cree argentino. Eso, como toda caracterización general, necesariamente es un juicio infundado. ¿Pero habría entonces que perder las esperanzas de un mejor futuro, basados en la presente situación de los países? Sería otro juicio infundado; nadie habría apostado medio tostón por Singapur en 1965, cuando ese patio trasero de Malasia fue expulsado de ella porque nadie podía gobernar a ese hatajo de salvajes.
Los pueblos no necesariamente están condenados a sufrir un pésimo futuro sólo por haber tenido un pésimo pasado. La diferencia estará en un liderazgo que movilice el estado de ánimo de una nación, y eso pasa necesariamente por la educación. Por eso una educación basada en una mitología que se enfoca en culpabilizar a los extranjeros muertos de las penurias de los compatriotas vivos y que hace gravitar a sus ´”héroes” entre el bronce y el lodo puede ser el mayor crimen que un país cometa contra sí mismo: un balazo en el hígado a generaciones de niños y de jóvenes. Miremos en nuestra propia casa, por favor.
Quién sabe cuál sea la calidad y contenido de la educación panameña y cuáles las garantías constitucionales o macizas para evitar que Panamá pierda su carácter de paraíso para la empresa; mi calidad de forastero no me da suficiente entendimiento para responder si podría concretarse una de las peores amenazas contra la prosperidad duradera de este país y de su gente. Baste decir que uno de los dos partidos más fuertes tiene por siglas PRD, y quiere decir casi exactamente lo mismo…


Colombia la esmeraldera (2)

Bogotá – Nunca había estado en Colombia, salvo para escala en el aeropuerto Eldorado de la capital. Siempre quise venir a este país, desprestigiado como el nuestro por sus bandas criminales. Gustoso lo veo como un gran país. Los mexicanos conocemos poco a esta nación pujante, llena de gente serena de corteses maneras, que se parece a nuestra manera de tratar a los viajeros (y donde las mujeres no son especialmente bonitas pero se llevan de calle a las del DF).
Es notable para el apasionado del idioma español que soy, oír que se habla decentemente aquí. La gente no se come las palabras, las frasea bien con acento suave, y no abusa de los pochismos que han tomado posesión de México en fechas recientes. México se ha rendido —al lamentable y paupérrimo estilo portorriqueño— ante la andanada del inglés, hasta en anuncios de radio “aspiracionales”. Guácala. No así Colombia, donde la gente habla en español, cosa agradecible si ya ni en Castilla la Vieja se habla de veras bien.
Una vez le pregunté a mi padre en qué país de América se hablaba mejor el español y me respondió inmediatamente que en Colombia. Por ejemplo, en un rótulo del aeropuerto se anuncia la plazoleta de comidas junto al letrero en inglés food court. La gente entiende rótulos en que arriendan (no rentan) casas; hay ascensores, no elevadores en los edificios; las mujeres usan bolso, no el equívoco bolsa, y se vive en apartamentos (decir “vivo en un edificio de departamentos” es tan tonto como “trabajo en el apartamento de ventas”).
Hay un uso curioso, casi inverso, del tú (un empleado de aerolínea tutea al cliente) pero se usa el usted entre amigos, o entre padres e hijos. No lo vi muy generalizado, pero es interesante observarlo.
Tengo tremendos issues con los pochos y los pochismos pero incurro en ellos. Bogotá carece de los highlights y landmarks de una ciudad como la de México y no tiene gran personalidad o atractivos históricos importantes. Los atascos viales de Bogotá ahí se van con los del DF (salvo que aquí sí hay gobierno y no permiten a los manifestantes bloquear el derecho ajeno) pero en esta urbe de 10 millones apenas están haciendo un ferrocarril subterráneo que suplen con numerosos metrobuses rojos articulados, como los del DF, que aquí circulan por dos carriles en cada sentido. En lo que sí los envidio es en la calidad del pavimento y de las señales de tránsito, aparejadas lógicamente con casi cero topes. Eso hace llevadero el camino aunque la gente no sea especialmente cortés al manejar. Ya quisiéramos la mitad o un tercio de esa calidad vial en cualquier colonia pobre o rica del DF: los servicios viales bogotanos nada tienen que ver con lo que ofrece —independientemente del monto de prediales que extraiga— el autollamado “gobierno” del DF.
Es impresionante la belleza y abundancia de la iluminación navideña: mangueras de diodos de todos colores, a veces cambiantes, forman estrellas, lunas, pesebres o simples líneas en las esquinas de los edificios. Son de lo más bonito que he visto; amplio, extendido en todas partes, en plazas, edificios, vías de funicular, calles, árboles, con figuras multicolores y diseños imaginativos.
Bogotá es una ciudad grande sobre una planicie 300 m más alta que el DF, edificada a las faldas de un escarpado cerro adonde se sube por funicular o teleférico (o hasta a pie) a la capilla de Monserrate, versión suavizada del catalán Montserrat. Espectacular experiencia visual a más de 3,100 m que no muchos viajeros resisten pero no son gran cosa para los mutantes que vivimos a 2,300 m en el DF.
El colombiano da al viajero la impresión de tener mucho menos complejos que el mexicano. Él no vive en resentimiento por su historia. Los panameños tampoco: homenajean al conquistador que descubrió el Océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa, con una parte de la ciudad de Panamá llamada Balboa, y avenidas y moneda oficial de ese nombre (aunque sea el dólar verde lo que circula allá). Los colombianos honran a conquistadores como Pedro de Valdivia, que fundó Cartagena de Indias y tiene allí su monumento, así como al español Blas de Lezo, de quien hablaré después. ¿Cuándo jamás veremos en México un monumento a Hernán Cortés o a Gonzalo de Sandoval?
En honor a Colón se llama el país Colombia (idea de Simón Bolívar, ése que se sentaba en una silla vacía junto al que se convirtió en pajarico para seguir atizando los impulsos espiritistas del presidente venezolano que curiosamente se apellida “Maduro”.)
En Bogotá es indispensable el Museo del Oro, donde se conserva una apabullante cantidad de oro prehispánico intacto en figuras hermosísimas (no creo recordar más de dos o tres objetos de oro mexicano precolombino, así de tremenda es la comparación); y el Museo Botero, notable pintor de gente gorda que se autorretrata en todo cuadro donde aparezca un varón: toda una institución nacional, así como la estupenda Shakira. Botero parece tener la virtud de burlarse de sí mismo al aparecer en todas las poses posibles en sus cuadros, abundosos en un museo que regaló a la ciudad de Bogotá, junto con su propia y notable colección de arte moderno.
Dentro del mismo museo hay secciones que no son de Botero y contienen especialmente dos custodias cuajadas de esmeraldas, oro y figuras con piedras preciosas, y un objeto de indescriptiblemente rica orfebrería. Sólo para esas tres piezas hay una bóveda de banco con puerta de extrema seguridad. Obras de arte así no se conservan en un país tan expoliado como México durante el siglo XIX: fue infinitamente más rico el Virreinato de la Nueva España, y seguro que el arte destruido era de superior riqueza y calidad pero los colombianos sí han sabido cuidarlo. En Colombia, la Nueva Granada, no hubo la destrucción inclemente de nuestro terrible siglo XIX, perpetrada por una facción que expolió y vendió por cacahuates el producto de sus latrocinios para sostener la guerra de Reforma; y como siempre pasa cuando a un gobierno le llega dinero ajeno, acaban quedándoselo allegados con manos pegajosas. Así se acabó una parte muy apreciable de la riqueza artística y económica acumulada en tres siglos.
Tampoco sufrió Colombia la brutal destrucción de piezas de oro prehispánico, que fundieron en México los conquistadores para destruir ídolos; echaron a perder la orfebrería prehispánica, así como sus inmensas joyas. En Colombia y Cartagena de Indias abundan también las exhibiciones de oro prehispánico intacto.
Es indispensable visitar, se compren joyas o no, las joyerías y museos de la esmeralda. Ningún país posee tal producción y de tal calidad, de ésta que según dicen es la más peligrosamente escasa de las cuatro piedras preciosas: diamante, zafiro, rubí y esmeralda. De éstas produce Colombia el 60% y son las mejores. El verlas en bruto, montadas en forma de cristal hexagonal sobre mantos de calcita, pirita, carbón o cuarzo, es todo un gozo para los ojos. Nunca había visto cómo se forman en la tierra joyas así. Éstas, de berilio mezclado con cromo, vanadio y otros elementos (probablemente en explosiones de supernovas hace centuplillones de años), para dar al durísimo mineral un color verde de indescriptible belleza, color, luz y transparencia.
Abundan en toda tienda de esmeraldas las fotos de Angelina Jolie con gigantescos aretes, cada uno con dos esmeraldas ovales grandes como mollejones y un anillo de 65 kilates. Varios millones de dólares para una fiesta de óscares. Si asustan con que la esmeralda algún día se agotará, el viajero sospecha que como buenos vendedores están queriendo endilgarnos gangas baratas pero carísimas: invitan a una inversión excelente pagando dinerales para comprar barato lo que luego no existirá. Pero salvo que uno sea comerciante, ¿será realmente una buena inversión algo tan ilíquido como una joya que quién sabe cuándo vaya a convertir en efectivo? Dudoso negocio, pero qué buen capricho. Los precios son inusitados para un inexperto. ¿Esmeraldas más caras y escasas que los diamantes? Caray.
Hay otro tipo de joyas en Bogotá, que me emocionan más que las piedras, tema en el que soy —como en todo aspecto del conocimiento humano— galácticamente ignorante. Hablaré de ellos enseguida.

Una catedral de sal (3)

Zipaquirá, Cundinamarca – No es concebible lo que ofrece este pequeño pueblo al norte de Bogotá. Colombia es país minero, pero no sólo de esmeraldas y de oro, sino también de sal. Hay minas suficientes para surtir por mil años de ella a todo el país. Y nos dice el guía que, como el minero de sal vive pocos años, a unos mineros se les ocurrió hace como 60 años excavar una iglesia dentro de la mina en que trabajaban.
La primera la cerraron por insegura y no se puede visitar, pero la más nueva es incalificable. No hay palabras que puedan describir la grandeza de lo que espera a la vista luego de un túnel de acceso, rodeado de sal sólida, de unos 200 m rumbo a las galerías de esta catedral que no es propiamente eso, sino un templo (no hay un obispo).
El camino hacia las tres grandes naves son las 14 estaciones del Via Crucis. La mitad de ellas está excavada en una nave altísima, que fácilmente mide 60 m de altura y 150 de longitud. Todo iluminado con colores vivos y cambiantes, con una gran cruz por cada escala de la vía dolorosa, y a veces con ángeles esculpidos en piedra en dirección a la cruz. Y galerías intermedias, todo excavado en una inmensa montaña de cloruro de sodio macizo. El diseño se debe al arquitecto colombiano Roswell Garavito Pearl y está catalogado como la primera maravilla del país.
Al final del túnel y del Via Crucis, en varios niveles con escalinatas se encuentra no una gran nave sino tres paralelas donde se veneran las tres fases de la vida de Jesús: nacimiento, vida y muerte. El nacimiento en Belén está adornado en una gruta de sal con figuras del San José y María, un ángel, el Niño Jesús, y hasta el burro y la vaca. Las luces de cambiantes colores le dan unos fantásticos efectos.
La galería central, al ábside con una inmensa cruz, tiene una escultura en el suelo que copia la creación del hombre por Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina. Y la tercera, inmensa nave paralela, está flanqueada por una escultura que evoca la piedad de la madre hacia su hijo muerto.
Todo ello iluminado con inmensas lámparas de diodos que cambian paulatinamente del rojo al violeta, el amarillo al naranja, el blanco a todos los tonos posibles de azul y en cualquier combinación posible. Y al final de cada galería, unas como cascadas de sal blanquísima, donde al salvaje que esto escribe se le ocurrió arrancar un pedazo para probar el sabor de la sal de hace 250 millones de años en una catedral excavada en el subsuelo. (No cabe duda de que soy viajero, no turista. El serlo me da derecho a portarme bastante peor que al civilizado turista, participante en grupos colectivos que viajan en autobuses.)
La sensación de estar en la entraña de un cerro, rodeado de sal, es primicia en mi vida. Y más aún si se trata de una iglesia donde hay culto católico. Es sorprendente comprobar a qué niveles llega el hombre cuando quiere dar gloria al Creador: sea en una catedral gótica, en una barroca o en una excavada en una montaña de sal.

Andrés Carne de Res (4)

Chía, Cundinamarca – En el solsticio de verano de 1982 se le ocurrió a un restaurantero llamado Andrés Jaramillo hacer un paraíso locombiano que se ha convertido en leyenda para los habitantes de Bogotá y del mundo. Ese notable empresario abrió un pequeño restaurante en las goteras de la ciudad (afuera de su jurisdicción geográfica) donde las algo uruchurtescas autoridades de Bogotá ya no podrían impedirle seguir abierto hasta las altas horas de la noche, sirviendo tragos y con un bailongo y locuras que hacen las delicias de los comensales en este rumbero país. Buscarlo aquí:
www.andrescarnederes.com
En sus 31 años de su existencia, el tal Andrés no ha dejado de llenar su restaurante de todo tipo de recuerdos, anuncios comerciales, obras de arte, artesanías, vacas de plástico de tamaño natural, antigüedades, chácharas, cachivaches, listones, aparatos viejos y todo tipo de objetos decorativos y fruslerías que declaran la más abigarrada guerra a la noción misma de minimalismo. Casi nada en mi larga vida he visto que sea más opuesto a esa más bien nórdica tendencia arquitectónica, que por cierto venía de ver en la catedral de sal.
Tampoco tiene nada que ver ese sitio con el silencio o la austeridad, lo aséptico o lo pequeño. Andrés Carne de Res ha crecido hasta ser capaz de albergar a más de 1,000 comensales que atiborran el lugar para divertirse, bailar desbordando la pista y hasta entre las mesas, y comer deleitosamente una de las más suaves y jugosas carnes que pueda recordar un ocasional carnívoro como yo.
Las amenidades de ese restaurante no paran allí. Cuando un comensal pide un coctel raro —alguna invención a base de tequila con quien sabe qué mejunjes más— y lo sirven en un jarro con festiva forma de calavera multicolor, lo primero que se le ocurre al sorprendido bebedor es llevarse de recuerdo el singular tarro. Si uno no es decente simplemente se lo roba, pero preferí pedir que me lo vendieran. Obviamente ya se les había ocurrido: en el propio restaurante hay una bien abastecida tienda (la bodega) donde venden tarros de calavera y mil cosas más, alguna de las cuales parecerá suficientemente atractiva como para no dejarla en los anaqueles.
Decía el gran restaurantero Alain Ducasse, acaso el mayor de toda Francia, que todo platillo tenía que dejar un recuerdo en el comensal. Un souvenir. Así de recordable tiene que ser todo gran restaurante. Y así ocurre con la calidad magnífica de la comida, aderezada con un ambiente amable e inolvidable en este locombiano enclave de la civilización juguetona y sobrecargada de nuestro continente.

Un pueblo antipirático amurallado (5)

Cartagena de Indias – En la gran región americana que tomó su nombre de los feroces y antropófagos indios caribes, brotaban como peces voladores los célebres piratas, bucaneros, filibusteros y corsarios. Esos personajes de las fantasías infantiles, indispensables en Disneylandia y folklóricamente dibujados en el imaginario popular, parecían hasta simpáticos con su pata de palo, perico al hombro y tricornio napoleónico, que anunciaban su presencia con una bandera negra de canillas y calavera.
Los verdaderos piratas no eran tan simpáticos como el capitán Sparrow. No parecían agradables a los victimizadas pobladores de los puertos caribeños o del Golfo de México. No parecían cariñosos los piratas a las mujeres violadas y a los comerciantes arruinados, a los mercantes hundidos o a los soldados asesinados. Eran como los templarios de Michoacán: viles criminales y asesinos, a veces a las órdenes de un gobierno o aliados con una cabeza coronada. El más célebre de esos mercenarios marítimos —Francis Drake— pirateaba para Isabel I y tenía patente de corso para ejercer la delincuencia a mar abierto, especialmente en contra del archienemigo de Isabel: España.
En una de sus incursiones piráticas, El Draque como lo llamaban por aquellos entonces, proveyó a la Corona una cantidad comparable a sus ingresos de todo un año, con cargo al tesoro español. Con justificada razón aquella reina a quien tanto odian con igual de justificada razón los españoles lo convirtió en Sir Francis Drake. Hizo noble a un criminal; y un siglo después, Carlos II dio igual título a Henry Morgan, saqueador de Panamá.
Ese famoso Draque incursionó en 1586 en un pequeño enclave desguarnecido del Caribe, Cartagena de Indias, así llamado por su fundador don Pedro de Heredia en recuerdo a la Cartagena española (Murcia). Subsiste la casa donde habitó allí Sir Francis luego de saquear a su estilo y mantener secuestrada por más de dos meses esa pequeña, aún desprotegida villa. La leyenda reza:
Sir Francis Drake, corsario inglés, vivió en esta joya colonial, año 1586.
Lo dicen con respeto a los hechos y como si hubiese sido un héroe (en alguna otra casa se relata que allí vivió Simón Bolívar.) Los cartageneros (el gentilicio de los habitantes de ese pueblo no es cartagineses porque eso eran los nacidos en Cartago) se dieron cuenta de que no les convenía estar a merced de delincuentes marinos de cualquier pelaje, ejercieran a riesgo propio (piratas y bucaneros) o al servicio de alguna cabeza coronada (corsarios). Fueran lo que fueran, el daño era el mismo.
Los cartageneros no podían darse el lujo de ser un pichón para las expediciones piráticas o guerreras e hicieron lo mismo que en cualquier ciudad con un poco de sentido común como Veracruz, Campeche, La Habana, San Juan de Puerto Rico y cualquier otro puerto costero: lo amurallaron. Y tardaron 140 años en terminar sus murallas, que se conservan mejor que en ninguna otra ciudad americana. Hubo solamente una sección destruida por algún gobernador muy progresista que pensaba que ya no hacían falta. Lo mismo hizo en Campeche, por 1919, un gobernador carrancista que encima resulta ser mi pariente, llamado Joaquín Mucel Acereto. Luego de su hazaña viajó a España y Francia, vio murallas gloriosas, y se daba de topes por haber destruido las murallas de Campeche.
Esa muralla les sirvió muchísimo, aunque las fortificaciones no quedaran terminadas sino hasta 25 años antes de su independencia en 1821. Sirvió también un fuerte en una altura de la ciudad, que la protegía por la retaguardia, donde le gustaba a aquellos salvajes invadirla.
Un episodio singularísimo ocurrió en Cartagena de Indias en 1741, que vale la pena narrar.

Medio hombre contra Inglaterra (6)

Cartagena de Indias – En la época de gran expansión de los imperios no costaba a los países mucho trabajo encontrar alguna justificación para apropiarse no sólo de tesoros a bordo de barcos sino de ciudades enteras, sobre todo si eran exportadoras de oro, como Cartagena.
Inglaterra (acaso recordando las hazañas de sus protegidos corsarios) decidió dar una buena cepillada a al Imperio Español, y armó tres expediciones contra Cartagena. Las dos primeras, a cargo del almirante inglés Edward Vernon, fueron repelidas decisivamente por Blas de Lezo en 1740. El año siguiente el ardido Vernon y el peor de ardido Almirantazgo inglés decidieron dar un golpe gigantesco para quedarse con Cartagena de Indias con una flota de 186 barcos —60 más que los de la Armada Invencible de Felipe II contra Isabel I—, 2,620 cañones y más de 27,000 hombres (un destacamento estaba comandado por un hermano de George Washington).
Todo eso contra 6 barcos 6 y menos de 3,000 hombres. Uno de ellos, medio hombre. Era éste nada menos que el mismo almirante Blas de Lezo que había hecho ver su suerte dos veces a Edward Vernon.
Esa acción (festejada desde antes de realizarse por el Almirantazgo, que a la sazón mandó hasta acuñar moneda conmemorando la victoria) habría de significar para Inglaterra el robarse una muy amplia proporción de tierras americanas pertenecientes a su archienemigo español; la historia de Sudamérica habría cambiado enormemente. Ya para entonces estaba Inglaterra construyendo su formidable poderío naval, que la iba a convertir en la reina de los mares durante siglo y medio.
¿Si? ¡Pues no! No contaban los ingleses con que al frente de la defensa de Cartagena estaba medio hombre. Así lo llamaban (también Patapalo), porque le faltaban un ojo, una pierna y un brazo. Se llamaba Blas de Lezo y Olavarrieta (1689-1741). Ese marino vasco, curtido no en terracería sino en más de 30 batallas navales, sabía todo sobre artes marítimas y estrategias de ataque y defensa. Y además, contaba con una muralla y fortificaciones bastante avanzadas.
Los ingleses sabían de ellas, o no habrían metido tantísimos barcos para tomar esa plaza. Y fue tan grande esa incursión, que ninguna invasión marítima a tierra había sido hasta entonces tan numerosa ni hubo otra de tantos buques hasta la invasión aliada a Normandía en julio de 1944.
Los ingleses se encontraron con que las murallas no eran tan bajas como parecían, porque Lezo había hecho fosos que les impidieron escalarlas, y allí agarró a los invasores a bayoneta limpia, de modo que muchos no pudieron regresar a sus barcos y la fuerza invasora quedó diezmada. Poco sirvió un asedio y bombardeo de 2 meses; Vernon se tuvo que marchar de regreso a Jamaica con el rabo entre las patas y 6,000 hombres menos. De poco le sirvió acabar con los seis barcos españoles (varios los hundió el propio Lezo para impedir el acceso naval atrás de la ciudad).
En Londres prohibieron que se hablara de esa macroderrota de su flota, tan decisiva como lo fue después la batalla de Trafalgar (1805) en que no sólo ganó Nelson con una gran estrategia sino porque los comandantes galos de la Escuadra Franco-Española combatieron torpemente. Sus almirantes buenos habían sido víctimas de las purgas de generales franceses en la guillotina, a nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, por ser nobles. (Igualito haría Stalin el siglo siguiente, al punto de quedar cortísimo de generales competentes.) E Inglaterra homenajeó a España por su gran desempeño a pesar de la derrota, cosa que no hizo con Francia. Pero es tiempo de regresar a Cartagena luego de haber viajado a otros siglos y geografías.

De murallas, complejos, mansiones y tribulaciones (y 7)

Cartagena de Indias – Hablaba de las murallas, perímetro que define a esta bellísima, bien conservada, artísticamente protegida ciudad de gente que habla con tropical acento veracruzano o cubano o tabasqueño. Esas murallas pueden escalarse y son a veces tan anchas que arriba se puede tomar una copa contemplando el mar hacia un lado y la ciudad al otro.
Dentro del casco antiguo amurallado abundan las grandes mansiones. Por ejemplo, muy cerca de la casa de los dueños de la omnipotente Avianca se encuentra la de un héroe de la corrección política, un burguesocialista llamado Gabriel García Márquez. Un casorrón gigantesco con vista al mar, que según la versión de un cochero, está pretendiendo comprar nada menos que Mick Jagger. Ni siquiera la exitosísima Shakira (que tiene un apartamento decente en Bogotá) tiene una casa así.
Shakira hace cosas bastante más interesantes por los niños colombianos descalzos que retratarse con Fidel Castro, como sí hace ese notable escritor (no mucho más) cuya congruencia ideológica habría de envidiar a escritores iberoamericanos a quienes respeto infinitamente más, como Mario Vargas Llosa o el finado Octavio Paz. Pero nuevamente me salgo del tema.
En Cartagena abundan las casas antiguas perfectamente conservadas que han encontrado nuevos usos, como el de hoteles boutique. En uno de ellos hay un restaurante memorable y delicioso llamado Carmen, donde sólo hay seis mesas sobre una parrilla de fierro a través de la cual se ven los aljibes con bóveda de ladrillo rojo en que se almacenaba el agua de un cuartel militar, y eso hacían por temor a ser envenenados. No supe si la había habitado Blas de Lezo. Y los precios por una cena inolvidable son parecidos a los de un bar mediocre arriba de la muralla.
Cartagena de Indias se sigue llamando así luego de haberse independizado de España. El colombiano carece de los complejos que atoran a los mexicanos. De haber estado en México se llamaría Cartagena de Juárez.
“¿Cómo que de Indias? ¡Racismo intolerante denigrante de nuestra raza!” habría dicho en loor de patriotismo más de una buena conciencia, algún talibán de la corrección política de esos que tanto pululan en nuestra comentocracia; uno de esos intelectuales y políticos que se sienten denigrados con lo que sea y a quienes cualquier cosa los ofende, especialmente si se refiere a una historia que aunque sea real, no les gusta que rasguñe sus complejos: sacan la gomita y la borran, le cambian el nombre o hacen falsificaciones contumaces. Los colombianos son bastante más saludables.
Y no sólo los son al mantener intacta la histórica nomenclatura de una ciudad que ha llegado a rebasar el millón de habitantes, y que en su parte moderna está plagada de rascacielos y hoteles de primera categoría. En Cartagena se honra a un conquistador, don Pedro de Heredia, que fundó la ciudad en 1533. Como en Panamá, ¡se honra a un conquistador! ¿A qué nivel llega nuestra chicharronería; hasta qué límites podremos admitir que hagan marchas en México quejándose contra Colón y hablando de “500 años de resistencia indígena”? México ha de ser el paraíso de un psicólogo experto en infantilismo, en complejos, en inseguridad, en enanismo cultural. En fin, nada puedo hacer contra las marejadas de nacionalismo revolucionario, corrección política y derrotismo tricolor de mi país.
Colombia no está geográficamente en Sudamérica sino en Norteamérica, pues está al norte del Ecuador. La zona llamada Centroamérica puede que sí esté en el centro del continente, pero desde luego que forma parte de ese continente que los gringos (y sus imitamonos) llaman “Américas” al monopolizar el nombre de todo un continente y llamando a un solo país “América”. (Por eso prefiero llamarlo Usamérica, habitada por usamericanos, no por americanos, tampoco norteamericanos, como lo soy yo y lo son los canadenses.)
Este viaje de dos semanas por Panamá y Colombia ha resultado una buena experiencia de vida y una primicia. Ninguno de los tres (agrego a mi esposa y al único hijo soltero que nos queda) conocía la antigua Nueva Santander, hoy Colombia. Y el verdadero viajero —casi me ofendo si me llaman turista— acaba sintiendo una especie de amor por los nuevos países que visita, así como refrenda su cariño por los que vuelve a ver.
Ya no hablemos de lugares tan entrañables como India, imán gigantesco que he tenido la fortuna inmensa de visitar dos veces. Colombia resulta entrañable por la gente que llegamos a conocer, nunca antes vista y a la que nunca volveremos a ver; y los lugares notables, que evocan al gran pueblo capaz de construirlos.
No es Colombia el ombligo del mundo ni es el mejor país imaginable, pero si un gran país. Es un lugar con un amplio porvenir, siempre y cuando se acabe la lucha tan contraproducente como absurda contra las drogas, logre vencer con acciones decisivas a las fuerzas delincuenciales que se han apoderado de parte de su territorio, y si su gobierno no imita la calidad gubernativa de su vecino Venezuela.
No conozco Argentina, y si llego a ir, a lo mejor digo lo mismo. He estado en Brasil sólo una vez y hace mucho, pero no puedo decir que lo conozco. America del Sur es un subcontinente que los mexicanos tenemos relativamente olvidado y que no apreciamos en su gran valor.
Como siempre, al viajero lo asaltan las tribulaciones propias de cada viaje. Agradezco a mi acompañante hijo haberme recomendado un libro del inglés Alain de Botton llamado The Art of Travel, donde habla de eso, porque el viajero no sólo encuentra la playa perfecta o el monumento impecable. Siempre hay la basura tirada, la calle maltratada, un paisaje soso, la molestia con la cuenta, las sospechas con el tipo de cambio, el cargo de conciencia de la tarjeta de crédito, el taxista abusivo, y desde luego el acoso y hasta infamia del personal de seguridad de cualquier aeropuerto.
Hablando de eso, para alguien que ha cubierto en viajes aéreos más de dos veces la circunferencia de la Tierra, los maravillosos aviones son aparatos en donde mis rodillas pegan con el asiento de adelante y mis codos pelean 3 cm de descansabrazos con el vecino, donde (sólo en las líneas gringas, eso sí es justo decirlo) cobran los tragos, y donde el micrófono es la más insidiosa presencia bilingüe diciendo siempre lo mismo: hace muchísimo perdí la cuenta de cuántas veces me han instruido en la arcana ciencia de ¡cómo abrochar y desabrochar el cinturón! O me impiden usar aparatos electrónicos dizque porque alteran las comunicaciones del avión. ¿Cuántos talibanes suicidas podrían usar celulares o computadoras para provocar atentados terroristas, si fuera cierto que esos aparatos provocan daños espantosos a la seguridad de los aviones? Y usan implacablemente el micrófono para darme la más cordial bienvenida (frase novedosa) o decir cosas tan útiles e inteligentes como que debo mantener mi cinturón abrochado mientras el avión está carreteando a 10 km/h luego de aterrizar.
Las tribulaciones del viajero son parte de la aventura de cada viaje, como son parte de la aventura de vivir cuando estamos en casa. Jamás la vida es perfecta ni está exenta de quiebres de cualquier especie. El viaje no es más que un microcosmos de la experiencia diaria, con sus rutinas a veces aburridas, sólo que es mucho más caro que quedarse en casa. Así y todo no va mucho conmigo esta antigua copla:
¿Quien te manda zopilote
haberte echado a volar,
cuando te podías estar
en tu casa metidote?
A pesar de las penurias del viajero, vale tanto la pena buscar otros aires como disfrutar de los propios cuando llegamos de regreso al entrañable suelo de la casa.


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Panamá, país canalero (1)

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