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Abril 21, 2019 14:38 hrs.

Alejandro Cea › diarioalmomento.com

Religión ›


Jesús murió. Fue sepultado. Los discípulos se dispersaron: se les terminó el sueño de liberar a Israel. Para los judíos poderosos terminó una preocupación: Jesús ya no pondría en riesgo ni la paz con los romanos, ni su poder religioso y político. Uno de ellos lo había dicho: ’es mejor que muera uno sólo por todo el pueblo’.
Algo pasó ese día. El sepulcro estaba vacío. Las mujeres comenzaron a decir que lo habían visto. Los discípulos también. Aunque de primera vista no lo reconocían, era el maestro. Jesús comía con ellos, los reunía, los mandaba a predicar, a bautizar.
De débiles y asustados los discípulos tomaron fuerza. Ese Jesús a quien ustedes mataron, les decían a los poderosos, vive. Aquellos que lo conocieron, que lo escucharon, los galileos que poco antes entraron con él a Jerusalén se empezaron a reunir. Oraban y, asunto único y novedoso: en su nombre partían el pan, consagraban el vino. Al templo iban, pero ya no participaban en los sacrificios de animales.
No pasó mucho tiempo para que algunos de los cercanos escribieran pequeños papeles con sus recuerdos. Cuatro de ellos: Marcos, Mateo, Lucas y Juan reunieron lo escrito y lo dicho sobre los hechos y las palabras de Jesús. Los relatos coincidieron plenamente: Jesús después de pasar haciendo el bien fue apresado, condenado y muerto. Había sido llamado con Dios y a El se le había dado todo el poder del Universo. Cuando se reunían en pequeños cánticos celebraban lo que creían.
Por esos días, un judío importante y animoso que, como otros, se dedicaba de tiempo completo a perseguir a quienes estaban necios con seguir a Jesús comenzó a predicar que ese Jesús era el Mesías esperado. Se hacía llamar Pablo. Afirmaba que la fe en Jesús era para todos, no nada más para los judíos. La Ley de los judíos la que Dios les había entregado en el Sinaí quedaba superada: era la confianza en Jesús y el amor quienes hacían plenos a los hombres: una revolución religiosa total.
En un tiempo más corto que el que va de este 2019 al inicio de la Revolución Mexicana en todo lo que era el Imperio Romano se formaron grupos de seguidores de ese Jesús. Oraban, partían el pan. Se apoyaban con sus bienes. A la pregunta sobre quien era ese Jesús respondían que era el esperado por todos para liberarnos del pecado, de la muerte, de las cargas de los poderosos, de la ley. Poco a poco comenzaron a decir que era el Hijo de Dios que se había hecho hombre.
Sinceramente una tontería. Todos creían en un Dios, como los judíos o en muchos dioses como los romanos. Pero nadie se imaginaba que Dios dejaría de serlo para tomar la condición de un ser humano. Nadie podía tomar en serio que los seres humanos fuéramos tan importantes como para que Dios se hiciera como nosotros.
De creer a Jesús cambiaba la forma de vernos a nosotros mismos, de valorar a los demás y de considerar al mundo entero. Con ese Jesús resucitado los humanos vencíamos a la muerte; el mal quedaba derrotado. Nos volvíamos hermanos: se rompían las barreras de razas, de riquezas, de costumbres. La vida, el bien, el amor ganaban en la historia personal y en la de los pueblos.
No es fácil creer esto: cada generación vuelve a vivir dudas, negaciones, miedos, ignorancias. Para muchos es una mentira lo de Jesús hijo de Dios hecho hombre y es algo imposible eso de dar y apoyar al enfermo, al pobre, al perseguido. ¿Quién toma en serio que Dios está en un pedazo de pan? Los templos estarían llenos.
Sin embargo ahí está la experiencia, el testimonio en todas las generaciones de la Resurrección. La receta sigue siendo la misma: orar, leer la palabra, participar en el pan y el vino; dar y amar. Hace dos mil años unos cuantos creyeron y transformaron el mundo. La apuesta para cada uno de nosotros está en ver qué pasa si le damos un tiempo a la oración, a la reflexión del Evangelio, al encuentro con los que menos tienen.
De ahí que cuando decimos: Felices Pascuas deseamos la alegría, el consuelo, la fuerza de saber que esto no se acaba, esto es para bien, para la plenitud. Jesús, fue un ser humano como tú y yo: vivió y murió como nosotros pero vive, nos espera, dirige el Universo, nos invita a hacer de nuestra vida y de la de los demás vidas felices, de amor.
Al desear Felices Pascuas expresamos el deseo de recordar que somos los llamados a vivir y continuar la plenitud que nos da Dios que se hizo hombre y resucitó. Él se nos adelantó para prepararnos un lugar con él. Por eso decimos ¡Felices Pascuas! Porque en verdad puede ser una gran felicidad si es que nos damos un tiempo para orar y un esfuerzo para amar.

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