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Mayo 20, 2019 22:24 hrs.

Fernando Amerlinck › diarioalmomento.com

Política ›


Coincido con Amlo en que los 500 años de la Conquista abren la oportunidad para una nueva reflexión sobre nuestro origen como nación. Por lo cual sería buena idea invitar a historiadores españoles para, junto con los mexicanos, reflexionar sobre esos hechos. Y desde luego, muy bueno era invitar al rey de España a un acto para refrendar la reconciliación entre ambos pueblos. Lo cual hubiera sido más probable si se le dejara al rey confeccionar su propio discurso antes que exigirle un machote a nuestro gusto. Seguramente ese discurso hubiera tenido un tono amistoso y conciliatorio. Ahora ese canal parece cerrado en medio de injurias, resentimientos y acusaciones, donde no las había. Si se buscaba un acercamiento y refrendo a la conciliación, la torpeza del gobierno arrojó justo lo contrario.

-José Antonio Crespo



La escena —de cómica a patética— supera a la más surrealista opereta. En 2019, el presidente de México exige al rey de un país que no existía en 1519, pedir perdón a un país que tampoco existía en 1519, por daños ocasionados por gente que murió hace 25 generaciones. No es de extrañar que las reacciones viajaran de la indignación a la carcajada.
Tampoco es de extrañar que con algo tan ajeno a la más rupestre cordura y prudencia política, ese mandatario haya perdido una oportunidad irrepetible para ganar dimensión de estadista. No habrá podido hacer historia de la buena. El tren de la grandeza histórica ya se le fue.

La oportunidad la daba la cronología. El 2021 es ocasión para rememorar dos acontecimientos fundacionales: el primero, la creación de una patria llamada Nueva España, 13 de agosto de 1521; el segundo, el nacimiento de una nación independiente llamada México, 27 de septiembre de 1821.

Los 500 y 200 años de ambos sucesos —capitales como ningún otro para este país— habrán de cumplirse a la mitad de este sexenio. Y ha perdido el presidente (quizá a cambio de ganar un efímero punto ante sus bases de lumpen y resentidos) la ocasión para hacer de México el núcleo cultural del continente iberoamericano en todo un año.

Se vale soñar. Imaginemos un país que decide convocar, desde dos años antes, a una serie de encuentros multinacionales y bicontinentales de naciones hijas culturales de dos ricas fuentes: las culturas indígenas, y las de Castilla y Portugal. Ambas dieron origen a la Iberoamérica de hoy, del río Bravo a la Patagonia, pasando por el inmenso Brasil. Son efemérides dignas de solemne recordación, y oportunidades de oro para conversar sobre nuestra historia y posibilidades futuras, en paz y armonía con pueblos que son pares entre las naciones —más aún: hermanos— y dar cerrojazo a heridas y cicatrices históricas que luminosamente describió Octavio Paz:

Nueva España fue una sociedad hecha para durar, no para cambiar. Su ideal era la estabilidad, la permanencia. Fue construida a imagen del orden divino, del orden eterno. Pero la edad moderna principia como una crítica radical justamente de aquellos principios que habían fundado a la Nueva España… En el siglo XVII Nueva España era una sociedad más fuerte, más próspera, más estable y más culta que Nueva Inglaterra pero estaba cerrada al cambio, cerrada al futuro. En el siglo XVIII la democracia religiosa de Nueva Inglaterra se convierte lenta pero poderosamente en la democracia política de los Estados Unidos. En Nueva España la sociedad, incapaz de resolver sus conflictos de una manera armoniosa, estalla en las guerras civiles del siglo XIX. El dilema al que se enfrentaron el movimiento de independencia y los sucesores de los insurgentes era, en cierto modo, insoluble: o negarse al cambio, o la ruptura violenta. Se escogió, como era natural, la ruptura. Pero esa ruptura fue un desgarramiento. Un desgarramiento que es todavía una herida, una herida aún no cicatrizada. Quizá el siglo XXI será el siglo en que esta herida viva en la historia de México, al fin, se cierre.

Las heridas y cicatrices a que se refieren los historiadores no son como las de nuestra piel, que el cuerpo repara o se suturan con cirugía. Son desgarramientos inmateriales: nadie ha visto una herida histórica o una cicatriz, y jamás las ha visto desgarrarse o abrirse y sangrar; nadie ha visto tampoco un trauma histórico, ni un complejo. Los historiadores usan dichos, metáforas, descripciones clínicas y otros recursos del habla para describir sentimientos, aflicciones y estados de ánimo que viven en el imaginario colectivo y que se construyen y encarnan a partir de hechos que tuvieron fecha e hizo alguien con nombre y apellido. Viene de allí una infinidad de noticias, narrativas, discursos, leyendas, cuentos, tradiciones, fábulas.

Los desgarramientos, heridas y cicatrices —como la historia misma— son dichos: son palabras. Vale la pena tomarlo en cuenta: toda narración histórica ocurre en el lenguaje. Las consecuencias de eso tan obvio son amplísimas. Son esas derivaciones las que hay que atender y entender. Si queremos interpretar competentemente la historia, hay que darnos cuenta de su naturaleza lingüística.

El oficialismo hace, desde siempre, narraciones históricas mayormente destructivas, al referirse a héroes y a villanos. Es indispensable observar eso si queremos vivir en un país decente.

Podemos comenzar dándonos cuenta de que cuanto le interesa a la manipuklatura es ofrecer su muuuy particular visión sobre los hechos del pasado y las realidades de hoy, y ver que hace eso porque le conviene para sus objetivos de poder. Estoy hablando, para acabar pronto, de cómo funciona la política: a base de dichos, mentiras, interpretaciones, verdades a medias, juicios, opiniones, acusaciones, conspiraciones, promesas, calificativos y descalificativos, ideas, informaciones, discusiones, pronunciamientos, ideologías, declaraciones, y conferencias de prensa. Todo, todo, todo, absolutamente todo ello ocurre en el lenguaje.

Quien sepa observar cómo todo todo todo pasa en el lenguaje, ya ganó la mitad del camino. Y verá cómo todo todo todo acaba convirtiéndose en realidad: consecuencias, actuaciones humanas, movimiento. Buenas o malas, nefastas o virtuosas, destructivas o lo contrario, las palabras acaban modificando la economía, los hábitos de vida, la biología y millones de cosas más, entre ellas los estados de ánimo nacionales.

Utilizo otra metáfora: ciertos estados de ánimo son como parásitos que penetran en el cerebro de la gente, lo infestan, lo descuadran, lo parasitan, lo inhabilitan, lo contaminan, lo paralizan, lo carcomen. Hablo del resentimiento y de la resignación; y hablo de predisposiciones como la desconfianza, hábito nacional que arruina al mexicano. (La desconfianza es, a mi ver, la raíz de la soledad mexicana y del laberinto en que ésta se extravía y se inutiliza. Comprender nuestra desconfianza —y como se la confunde con la prudencia— es crucial pero lo dejo para otra ocasión.)

Regreso aquí al punto principal de este alegato histórico en que me he metido, y el odio a un enemigo, antiguo o moderno. El enemigo antiguo favorito de esa psique colectiva es el conquistador; el victimario standard se llama Hernán Cortés. Pero como todos ellos están muy, muy muertos, ¿a quién exigir una retribución? Gran idea: por escrito, exigir perdón a los contemporáneos por delitos de hace 5 siglos. Y los resentidos aplauden con ambas manos al caudillo por esta reivindicación del rencor nacional. Su héroe ve al fin por ellos, aunque ni se les hubiera ocurrido por qué ni tuvieran muy presente la conquista. Reabrió el presidente una cicatriz psicológica para de nuevo hacerla sangrar, con su costumbre maniquea de tensar y dividir, fragmentar y desunir, acusar y denostar, y así pretender triunfar sobre sus muchos adversarios. Y si lo hace para ganar algo de su afecto —aunque ponga al país en ridículo— tuvo ya su muy efímera recompensa.

Si hacer cosas así sirviese para algo, la humanidad se la viviría exigiendo perdón y ajustando cuentas de dimensiones islámicas por agravios sin fin. Una muestrita son los bombardeos de los B-52 a Vietnam; las bombas incendiarias sobre Dresden en 1944 y los atomicazos en dos ciudades japonesas el año siguiente; pensemos en las invasiones sin fin a Polonia y a los países bálticos, o Julio César conquistando las Galias y matando en Roma al vencido caudillo galo Vercingetorix.

Ninguno de esos países agraviados ha cancelado su futuro porque (a diferencia de México) han logrado perdonar su historia y darse cuenta de que ya pasó lo que pasó, sin que eso les imponga sobre sus espaldas una losa de Pípila o los obligue a cargar constantemente una roca que no los deje caminar y moverse, llevarla a lo alto del cerro y tirarla de nuevo hacia abajo por toda la eternidad. (Alguna vez tropicalicé el mito: Sísifo Tezcatlipoca es epítome del mexicano acomplejado que siempre sabe tranquilizarse encontrando explicaciones para sus repetidos fracasos, que siempre serán culpa de otros.)

Tanto Vietnam como Japón y Alemania salieron respondones frente a los vencedores que tanto daño les hicieron, y ya se han convertido en potencias. Al contrario, una buena ilustración de llevar a sus últimas consecuencias el resentimiento es provocar una guerra buscando retribución contra Francia por el Tratado de Versalles, y culpabilizar a los judíos por todo lo malo que le ocurría a la tan superior raza aria. Ya sabemos cómo acabó esa inaudita explosión de odio.

Más grave aún es la irresponsabilidad de apelar al resentimiento contra un enemigo moderno como táctica política (con su secuela de acusación, división, discordia nacional). Es jugar con el México bronco, proclive a convertir en actos de odio el estado de ánimo, más pasivo, del resentimiento. El rencoroso pasivo llega a las manos para entrar al desquite activo; la violencia verbal se hace física; la guerra fría se calienta y produce muerte y desolación.

Vivir con odio es tragar veneno con la esperanza de que se muera otro pero inculcar odio hacia muertos es un acto de inaudita perversión por lo inútil e inconducente, y sólo puede explicarse si abriga malas intenciones. El político que (por ser su naturaleza, su historia personal, su psicología) alimenta el resentimiento, está recetando veneno; está dando línea a sus huestes, que pretenderán quedar bien con el jefe al acabar materialmente con el enemigo. El linchamiento mediático desde la máxima tribuna del país invita cada mañana a la masa a lanzarse en un frenesí de sangre y linchar a un enemigo común. Jugar con eso es una de las más brutales irresponsabilidades que un hombre público puede cometer.

Ningún resentimiento (como ninguna explosión activa de odio, ejemplo una guerra) produce absolutamente nada bueno para construir un buen futuro. Más bien prolonga el pasado pues se centra en él al no aceptar que lo que ya pasó es irrevocable, sin ver que de nada sirve seguir dándole vida en conversaciones y corajes. Aunque cualquier persona sensata reconozca que los culpables ya murieron y no se les puede llamar a cuentas, es una estulticia andar exigiendo perdón a quienes cree que son sus sucesores. Y además —por ser descendientes de aquellos— los españoles del siglo XXI tendrían que ir a confesarse con el cura por pecados ¡que ellos no cometieron en el siglo XVI! ¡Qué cosa tan inteligente!

Abunda la gente resentida, gente traumada y gente odiosa y paralizada por ciertos estados de ánimo que la han invadido. Paralizados por narrativas, interpretaciones, culpabilizaciones, expresiones, opiniones: palabras, de nuevo. Lo importante de esto es que, si son palabras, se pueden reinterpretar. Porque si todo todo todo en la vida está hecho de lenguaje, todo todo todo en el lenguaje es una interpretación que alguien hace (este escrito mío también lo es). Y toda interpretación está sujeta a revisarse, a discutirse, debatirse, repensarse, reformarse, reconstituirse, modificarse, transformarse: reinterpretarse.

No me interesa observar esos fenómeno en teoría sino mostrar cómo hacernos cargo del asunto: cómo actuar frente a la parálisis y los traumas históricos, cómo salir de esos viciosos círculos infernales, cómo evitar que lo pasado siga siendo una roca de Sísifo que siga impidiendo a México salir adelante con más ligereza y con otro ánimo. Allí está lo relevante de este alegato que estoy haciendo.

Las cicatrices históricas no se curan con el simple paso del tiempo si en la historia oficial y en los discursos y las cartas alguien sigue reviviéndolas y rascándolas y reabriéndolas y echándoles limón sin ton ni son. Los arsenales de agravios sólo pueden repararse desde la adultez de quien aprende a observar los hechos y aceptar que lo pasado ya pasó, que lo bueno o malo que ocurrió ya ocurrió, y que el valor de la historia pasada está en para qué nos sirve hoy. Para no repetirla, probablemente.

Reinterpretar 500 años no consume 500 años. Tal reinterpretación no es difícil ni requiere más que un sano ejercicio de observación, con unos cuantos miligramos de sensatez y sentido común. Y no me salgan con que el sentido común no es común. La gente sabe cuándo se le dice la verdad y cuándo se la quiere engañar y manipular —a menos que nunca se le haya dicho la verdad, y sólo conozca la historia manipulada y la mentira. Ese contraste entre la verdad y la mentira sólo puede darse cuando se da una visión alterna del asunto: una clara y transparente, como simplemente decir ’la historia ya pasó y nada se puede hacer para remediar los daños pasados ni vale la pena fusilar a quien ya se murió’ y por otra, hacerse bolas hablando de perdones y exigencias escritas y explicaciones y justificaciones a todas luces imbéciles. Quien conozca ambas versiones sabrá pronto por cuál inclinarse.

Las cicatrices y desgarramientos no tienen existencia material sino que son construcciones hechas en palabras. Hay que cambiar la forma de hablar. ¿Para que? Para evitar que lo pasado nos siga dañando. Para liberar de rocas absurdas y heridas y cicatrices nuestro futuro. Y empezar a trabajar para abrir un porvenir mucho más abierto.

El gobierno tiró a la basura la ocasión de abrir un debate histórico que valiera la pena y que refrescara nuestra visión sobre los acontecimientos pasados, que nos dieron identidad en lo que hoy somos pero sobre todo, en lo que podemos ser. Aprovechemos la oportunidad nosotros, en un gran debate nacional vivo y constructivo. A ojos vistas, el gobierno no está equipado intelectual ni moralmente para un esfuerzo histórico de tal magnitud. La sociedad libre está muy, muy por encima.

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Reinterpretar 500 años

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