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Junio 03, 2018 19:45 hrs.

Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

Periodismo ›


En el supermercado los señores estamos en desventaja frente a las señoras. El súper es territorio natural de la mujer. Nosotros –al menos yo– nos sentimos ahí como perico en mosaico.

Es justo que así sea. Por muchos años las señoras de Saltillo –y de todo el país– estuvieron reducidas a las cuatro paredes de su casa. Supongo que ésa es herencia arábiga recibida a trasmano de los españoles. Los árabes, entiendo, son muy celosos. Otelo, era moro. De Venecia, pero moro. Los árabes escondían a sus mujeres en el harén. Los que no tenían harén las encerraban en un secluso aposento de la casa. Para cuidarlas les ponían hombres a los que previamente les quitaban lo hombre. Todavía hoy los musulmanes les cubren la cara a sus mujeres, y no se diga lo demás. Cuando se casan se llevan sorpresas muy grandes. Igualito que nosotros.

Recuerdo el tiempo en que los señores, y no las señoras, eran quienes hacían las compras en el mercado. Ellos compraban la carne, la fruta, las verduras... Las señoras no iban al mercado; eso era muy mal visto. Tampoco iban a la tienda de la esquina. Enviaban a la criada. ¿Cómo le harían las señoras de entonces sin comprar? Me asombra que no se volvieran locas.

Ahora la despensa la compran casi siempre las mujeres. Uno va al súper –al menos yo– a ver las teles, las videocaseteras y los vinos. Si compras algo de lo que compran ellas te expones a situaciones como la que afrontó un señor que aprovechó una oferta de papel sanitario. Llevaba su dotación en el carrito, y una señora le preguntó al tiempo que tomaba uno de los rollos y lo examinaba:

–Oiga: ¿y no raspa?

En el súper las señoras se sienten arquitectas de su propio destino. Hace unos días un amigo mío, de edad madura ya, encontró en cierto supermercado de la localidad un artilugio maravilloso, invento de la época moderna, que inútilmente había buscado en la vecina ciudad de Monterrey. Se trata de un asiento que se adapta al asiento, generalmente muy bajo, del aparato donde todos tenemos que sentarnos. Con tal asiento elevado cuesta menos trabajo la sentada, y la levantada también se facilita mucho. Benemérita invención es ésa: quien la ideó debería tener estatua en plaza pública. Yo lo pondría sentado en su artilugio, con los brazos abiertos en actitud de recibir el homenaje de la Humanidad. Se vería muy bien.

El caso es que mi amigo tomó aquel asiento y se dirigió a la caja a pagarlo. Antes de llegar, no menos de tres señoras le preguntaron qué era aquello, y para qué servía. El señor se ponía colorado al responder, pues se veía a las claras que el aparato era para su uso personal. Y ni modo de decir, por ejemplo:

–Es un corralito para el gato.

Tampoco podía recurrir a circunloquios:

–Es un artefacto móvil para colocarlo a manera de elongación sobre el evacuatorio.

El infeliz señor tuvo que dar cuenta y razón a las señoras de la naturaleza del aparato aquel. Una de ellas dijo: ’Ah’, y procedió a medírselo en el nalgatorio. Otra no quedó contenta con la explicación que le dio mi amigo, y le pidió que le hiciera una demostración práctica del artilugio, pues se acercaba el cumpleaños de su esposo y podía regalarle uno igual, porque corbatas ya le había regalado muchas. El señor tuvo que poner el aparato sobre una silla y sentarse en él delante de toda la gente para que la señora entendiera lo útil y práctico de aquel invento. Lo dicho: si eres señor y vas al súper, te van a hacer muchas preguntas. Yo mejor no voy.

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