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Abril 29, 2018 20:19 hrs.

Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

Periodismo ›


¿De dónde saca don Abundio las historias que nos cuenta? Pienso que las oyó de sus mayores. Sus amigos afirman que las trajo de las cantinas y de la zona de tolerancia de la Villa, la antigua Villa de Santiago, Nuevo León. Doña Rosa, su mujer, que lo conoce más, dice que él mismo las inventa.

Ayer narró una de esas desaforadas relaciones mientras el cabrito se asaba lentamente en las brasas de encino, y sonaban en el estéreo las notas de una polka de Los Montañeses. Los presentes estábamos haciendo lo mismo que solían hacer los pasados: bebíamos una copita -o dos o tres o cuatro o cinco- de mezcal de la Laguna de Sánchez. Eso suelta la lengua de los conversadores, y afina el oído de quienes son más importantes aún que los conversadores: los oidores. Entre ellos me cuento yo —¡quién lo creyera!—, que callo y oigo mientras habla don Abundio.

Esta vez nos contó la historia de una esposa que engañaba a su marido. Cuando el viejo relata un cuento de ésos los hombres nos ponemos serios y las mujeres hacen como que no oyen nada, pero se ríen por lo bajo. La mujer de este cuento tenía marido flojo. El tipo no sabía ni por qué lado se agarra el azadón.

Nunca en su vida había trabajado: si su esposa y sus hijos comían, y con ellos él, era sólo porque la Divina Providencia no suele llevar registro de las horas que cada vecino del Potrero pasa en la labor.

Desde luego que la Providencia tenía quien la ayudara. En este caso el ayudante era un compadre de aquel grandísimo holgazán. Cuando al caer la tarde el marido de la mujer se iba a la tienda a jugar su diaria partida de conquián, el asiduo compadre llegaba a la comadre, y jugaban los dos su propio juego. Y es que en la casa donde no entra San Damián entra San Cornelio. Este refrán quiere decir que si el hombre no le da a la mujer lo necesario, ella lo buscará de cualquier modo, aun con riesgo de la honra marital.

El caso es —como repite a cada paso don Abundio— que un día se emborrachó el tendero, y no hubo por eso la sesión cotidiana de conquián. Ya se sabe la desazón que en un hombre metódico produce cualquier alteración de la rutina. El marido volvió a su casa enfurruñado. Cuando llegó alcanzó a ver que un hombre a medio vestir saltaba por la tapia trasera del corral. Vio a su mujer tendida sobre el lecho, y le llamó sobremanera la atención hallarla así, pues no era hora de acostarse: apenas el sol trasponía los picos del cerro de Las Ánimas.

—Me pareció ver a un hombre que saltaba por la tapia de atrás —dijo con voz severa a su mujer-. ¿Quién era?

La esposa rompió en llanto.
—Era el compadre —dijo con sinceridad digna de encomio-. Como tú no tráis nada, yo tuve qué buscar el modo de que entrara algo a la casa. Él me surte la despensa cada semana; me da para la ropa y zapatos de los niños, y lo mismo para que nos vistamos tú y yo. Por eso también tienes el caballo que montas, y la vaca. Por eso tenemos para ir cada año de paseo a Santiago, y a las fiestas del Santo Cristo en el Saltillo. Él es, y no mis padres, como te he dicho siempre, el que me da para todo eso. Mis papás no tienen en qué caerse muertos. Y así estaremos nosotros desde ahora, porque ya viste al compadre cuando salía de aquí, y sabes lo que pasa entre él y yo.

—¡Pendeja! —exclamó entonces el marido hecho una furia-. Cuando te dije que me había parecido ver un hombre que saltaba por la tapia de atrás, ¿qué no podías decirme que como que se me afiguró?

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Un cuento de adulterio

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