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Septiembre 29, 2018 01:03 hrs.

Rodolfo Villarreal Ríos › guerrerohabla.com

Periodismo ›


Al observar en estos días la muestra de ignorancia amplia que nos exhiben algunos de nuestros legisladores y la invocación constante que, por otro lado, se hace respecto a la excelencia en el tema educativo, decidimos ir a buscar las publicaciones que realizara el padre del Liberalismo mexicano y quien colocó los cimientos de la educación laica, el doctor José María Luis Mora Lamadrid. En un libro pequeño, publicado originalmente por la UNAM en 1941, titulado ’Ensayos, ideas y retratos,’ encontramos un apartado denominado ’Pensamientos sueltos sobre la Educación Pública.’ Bajo la premisa que lo hacemos para facilitar la lectura, y no para, indebidamente, tratar de hacer pasar como propios y presumir sapiencia de la que carecemos, los textos del doctor Mora no aparecerán entrecomillados. Eso sí, cuando realicemos un comentario lo precisaremos. Vayamos a lo que el historiador, sacerdote y político guanajuatense escribió en los 1830s, un texto cuya validez prevalece.

El doctor Mora iniciaba apuntando que uno de los grandes bienes de los gobiernos libres es la libertad que tiene todo ciudadano para cultivar su entendimiento. El mas firme apoyo de las leyes es aquel convencimiento intimo que tiene todo hombre de los derechos que le son debidos y de aquel conocimiento claro de sus deberes y obligaciones hacia sus conciudadanos y hacia la patria. En el sistema republicano más que en los otros, es necesidad absoluta proteger y fomentar la educación; este requiere para subsistir mejores y mas puras costumbres, y es mas perfecto cuando los ciudadanos poseen en alto grado todas las virtudes morales; así el interés general exige que leyes sabias remuevan los obstáculos que impiden la circulación de las luces. Al respecto, decimos, que aun cuando hoy todavía existen quienes buscan vendernos ’la obra bienhechora educativa’ de los días de la colonia, lo único que ésta fomentó fueron rezos y cánticos religiosos que llevaron al fanatismo y la ignorancia.

Respecto a lo anterior, el historiador nativo de Chamacuero, hoy Comonfort, indicaba que bajo la dominación de un gobierno [el que representaba a la corona española] que contemplaba en sus intereses el mantener a sus vasallos en la más profunda ignorancia de sus derechos, se ponían obstáculos al cultivo de las ciencias sociales. Aquí, señalamos que en nuestros días una tendencia similar prevalece arguyendo que lo único importante son las áreas que tienen que ver con asuntos técnicos, mientras desdeñan lo que tiene que ver con las humanidades a las que tratan de presentar como materia añeja e inútil. Pero retornemos al texto generado en el antepretérito, en donde se indicaba que el temor de perder la posesión de un país rico [el nuestro], ofuscó a España hasta el grado de desconocer su propia utilidad; creyó que la ignorancia era el medio mas seguro de impedirle la emancipación de la América, y para oprimir sin dejar arbitrio a reclamos, debía poner trabas a la cultura de las facultades mentales, y acostumbrar a los americanos a obedecer ciegamente las ordenes de una autoridad lejana, presentándolas como emanación de una divinidad. El único periodo en tres siglos en que se comenzó a vislumbrar en América un rayo de razón duró poco, y la Constitución de Cádiz [de 1812] nos llegó cuando ya habíamos levantado el estandarte de la Independencia. Los pocos conocimientos que entonces teníamos sobre materias políticas, las preocupaciones en que yacía sumergida la mayoría de la nación, y la falta de un plan

combinado para llevar adelante la gloriosa empresa de nuestra Independencia, nos impidieron lograr no sólo la separación de la metrópoli, sino aprovechar la pequeña libertad que deberíamos haber gozado. En aquellas circunstancias sólo sirvió la Constitución para inferirnos el agravio de no verla planteada en nuestro país, y bajo el pretexto de que de hacerlo se daba margen a que sacudiésemos el yugo que nos agobiaba. Esto, recordémoslo, aun tardaría tiempo y pasaría por la restauración del viejo sistema que realizó, en 1814, Fernando VII y sería hasta 1821 cuando lográsemos la independencia. Pero retornemos al doctor Mora.

El Liberal alababa a los diputados que la opinión pública sentó en el congreso que era un foco de civilización. Eso era en tiempos idos, en el de ahora hay quienes presumen incivilidad e ignorancia. Los de entonces, retomando a Mora, se hallaron en posición muy crítica para dar el impulso que merecía la educación pública. Apenas tuvieron tiempo para salvar a la patria de la ruina en que se intentaba sepultarla; de aquella augusta reunión quedaron leyes que harán honor eterno a sus autores, y la posteridad sabrá colocarlos con justicia en la memoria de las generaciones futuras; sensible nos es que no hubieran tenido tiempo para dictar las que imperiosamente reclama una nueva República para el arreglo de la instrucción pública. De ahí que como antes de la independencia no la había cual debía ser, ni después de proclamada ésta se ha dado un paso adelante en la materia, y si muchos retrógrados en nuestro concepto, en el día podemos decir, que la educación está reducida a cero.

Para entender la Constitución y las leyes es indispensable saber leer; para pesar las razones alegadas en la tribuna nacional, sea para la formación o reforma de la una y las otras, se requiere tener algunos conocimientos generales, a lo menos haber adquirido algunas reglas en el arte de pensar, para sujetar el juicio; de lo contrario, no es posible que las reglas morales que deben servir de guía al hombre social, tengan todo el buen resultado que desean los filósofos y los legisladores. ¿Cómo puede aguardarse la religiosa aplicación de ellas no entendiéndolas? Un individuo dotado de un regular talento será siempre un déspota, que gobernará a su salvo a un puñado de hombres que no tienen voluntad propia, ni son capaces de juzgar de las cosas por sí mismos. Esto era en los comienzos del siglo XIX, en los del ahora, encontramos que aun cuando muchos involucrados en la vida política ostenten grados académicos universitarios, ello no les asegura capacidad de análisis y comprensión.

Desde la perspectiva del sacerdote, lo cual no le impedía ser un Liberal, los hombres grandes se conocen por sus escritos o por sus acciones, la imprenta es el canal por donde se trasmiten sus nombres; siendo entre nosotros tan corto el número de los que saben leer y escribir, ¿Será posible que la mayoría de la nación elija para sus representantes a los que por su saber y virtudes debían ocupar las sillas de legisladores? los pueblos no sufragarán siempre movidos por un intrigante, y no se correrá el riesgo de que depositen sus más preciosos intereses entre las manos de un hombre que sólo aspira a hacer su fortuna. ¿No es tanto más temible este peligro cuanto el ciudadano honrado y virtuoso por lo regular no se mezcla en ambicionar ni pretender empleos? El riesgo es de mayor trascendencia si consideramos que un cuerpo legislativo puede estar formado de miembros inmorales, sin conocimientos, sin virtudes cívicas y que únicamente buscan ocasión en que hacer un tráfico de sufragios. Esto no fue escrito ayer por la tarde, pero continuemos con la perspectiva de los 1830s.

El poder ejecutivo a cambio de un empleo logrará de ellos leyes que le convengan a sus fines particulares; ¿y podrá decirse que las ha dictado la sana razón y el bien de los pueblos? Los infelices que sencillamente dieron su voto serán las primeras víctimas; sobre ellos gravitará el peso de la opresión; sobre ellos caerá el torrente de todos los males. No es preciso agotar las razones, tenemos en apoyo de nuestra opinión a la experiencia; no necesitamos ocurrir a lo que ha sucedido en otros tiempos y en otros países, basta tener la vista fija en lo que pasa en el continente americano: los sujetos que reúnen la opinión de los hombres de bien, los sujetos que por su literatura y virtudes debían ser la columna de la República, se han retirado de los negocios públicos, cansados de sufrir groseras injusticias y desmerecidos insultos. No es cosa difícil extraviar a un pueblo que en lo general carece de ilustración y de experiencia; en los momentos en que arde en los pechos el amor sagrado de la patria y de la libertad, es cuando puede conocerse la opinión pública. Si esto lo hubiese escrito el doctor Mora hubiese en estos días ya le hubieran caído encima las ’benditas redes sociales.’

El también político, aseguraba que para sacudir un yugo no se requiere más que sentir; una carga pesada agobia; pero para establecer el sistema que reemplace al duro despotismo, es indispensable tener conocimiento de la ciencia social; para llevar a cabo la obra de la regeneración es preciso formar un espíritu público, es preciso grabar en el corazón de cada individuo que sus leyes deben, respetarse como dogmas, en una palabra, es preciso que las luces se difundan al máximum posible. ¿No debía, pues, llamar muy particularmente la atención de los legisladores la enseñanza pública? ¿No será más duradero el edificio social, sentado sobre buenos cimientos? ¿De qué sirven, no decimos ya mil leyes de circunstancias, sino buenas, si no se ha de conocer el bien que han de producir? Desengañémonos: de nada sirve un edificio por majestuoso que aparezca, si no tiene base sobre que descansar. Por si mismo vendrá a tierra, y sepultará bajo sus ruinas a los desgraciados que lo habita. A esto, nosotros apuntaríamos, que el objetivo no es atiborrar la nación de instituciones educativas bajo la perspectiva simple de que por crearlas todos nos habremos de convertir en ciudadanos ilustres. ¿De qué sirven escuelas si quienes en ellas enseñan no reúnen las capacidades para hacerlo y adoptaron ese papel, el de instructores, simplemente como un medio de vida? ¿Qué clase de profesionales habrán de graduarse de centros escolares en donde el rigor académico no existe? Además, la educación debe de proporcionarse acorde con las capacidades de cada individuo y no basada en modas o para cumplir metas estadísticas. La instrucción, a cualquier nivel, debe de estar sustentada en conocimientos reales.

En este párrafo y los dos siguientes, el Mora Lamadrid realiza unas reflexiones que lo mismo pueden plantearse en el antepretérito lejano que en los días que trascurren y que no requieren comentario adicional alguno. Menciona como cada individuo tiene su deseo de mejorar su suerte, si es que la disfruta mala, de aumentar su felicidad, y de conservarla, debe necesariamente buscar los medios para lograr sus fines. Careciendo de instrucción ¿No será más difícil que acierte a fijar las reglas que deben sujetar sus acciones, y que al mismo tiempo que garantizan derechos también imponen obligaciones? ¿No sería muy difícil que, guiado por su interés personal, desconociese el bien de sus conciudadanos? Se requiere algo más que la luz natural para conocer que el bienestar de la comunidad redunda en beneficio propio; y la ignorancia jamás extiende la vista a lo futuro; no calcula sobre las diferentes edades del

hombre; cree que es eterna la juventud, o a lo menos que los placeres de esta época de la vida lo son. El amor a las ciencias es casi en nosotros la sola pasión duradera, las demás nos abandonan a medida que sus resortes se relajan. La juventud impaciente vuela de uno a otro placer; en la edad que la sigue los sentidos pueden proporcionar deleites, pero no placeres; en esta época es cuando conocemos que nuestra alma es la parte principal de nosotros; entonces es cuando conocemos que la cadena de los sentidos se ha roto, que todos nuestros goces son ya independientes de ellos, y que quedan reducidos a la meditación.

En este estado la alma que no apela a sus propios recursos, que no se ocupa de sí misma, experimenta un hastío cruel que le hace amarga la vida. Si intenta buscar placeres que no le son ya propios, tiene el dolor de verlos huir cuando cree acercarse a ellos. La imagen de la juventud nos hace más dura la vida, como que no podemos gozar; el estudio sólo nos cura de este mal, y el placer que nos causa nos hace olvidar que caminamos al sepulcro. Es muy útil proporcionarnos goces que nos sigan en todas las edades; es un consuelo tener recursos que nos alivien en la adversidad. Las ciencias solas son las que nos sirven en todas las épocas de la vida, en todas las situaciones en que podemos encontrarnos.

La cultura del espíritu suaviza el carácter, reforma las costumbres. La razón ilustrada es la que sirve de freno a las pasiones, y hace amar la virtud. ¿Y no es el sistema que nos rige donde se requiere más moralidad, más desprendimiento del propio interés? Por eso decía, y con razón, el profundo filósofo ginebrino, que, si los hombres examinasen de cerca todas las virtudes que se necesitan en un gobierno popular, se confundirían del enorme peso que cargaría sobre ellos. Ser soberano y ciudadano, juez y parte al mismo tiempo, requiere una virtud heroica para desprenderse de los sentimientos del hombre, y adornarse en algunos momentos de las cualidades propias de la civilidad. ¿Cómo será posible que la naturaleza sola baste en estos casos? ¿No será indispensable que la filosofía haya ganado el corazón para que éste obre con arreglo a lo que exige el bien comunal independiente del propio?

Estas cortas reflexiones nos parecen suficientes para convencer la necesidad que tenemos de educación pública. Legisladores: a vosotros toca dictar las leyes que la conveniencia nacional exige a fin de proteger la enseñanza. En vuestras manos está remover los obstáculos que contienen en su marcha los adelantos del entendimiento. Nada haréis si vuestro edificio queda sentado sobre cimientos movedizos; vuestra obra caerá por sí sola, y todos seremos sepultados bajo sus ruinas. Esa misma petición es valida para los tiempos que corren, excepto que ahora todo se concreta a obedecer ciegamente y la reflexión es tópico prohibido so pena de emprender el camino hacia el averno. En ese contexto, vayamos a estas reflexiones.

El joven que adopta principios de doctrina, sin conocimiento de causa, o lo que es lo misma, sin examen ni discusión; al que se acostumbra a no dudar de nada, y a tener por inefable verdad cuanto aprendió; finalmente, el que se hace un deber de tener siempre razón, y de no darse por vencido aun de la misma evidencia, lejos de merecer el nombre de sabio no será en la sociedad sino un hombre pretencioso y charlatán. ¿Y podrá dudarse que produce este resultado la enseñanza clerical recibida en los colegios? ¿No se enseña a los estudiantes a conducirse de este modo en las cátedras, en los actos públicos y privados, para obtener los grados académicos, o las canonjías de oposición? En efecto, la disputa, y la obstinación y

terquedad, sus compañeras inseparables, son el elemento preciso y el único método de enseñanza de la educación clerical; él comienza con los primeros rudimentos, y no acaba sino con la vida del hombre, que continúa en el curso de toda ella, bajo el imperio del sistema de ideas que se ha formado, de cuya verdad es muy raro llegue a dudar. He aquí el origen del charlatanismo de México y de las gentes que se han encargado de gobernarlo, que son por lo general los que se han educado en los colegios; acostumbrados a hablar de mejoras sólo para lucir lo que se llama talento, jamás se ocupan de ejecutarlas, porque las tienen por ideales e imposibles, y se atienen a la rutina, que es lo que bien o mal les ha servido de regla práctica de conducta. Referente a esto, estimamos que insertándolo en los tiempos del ahora, eso de adoptar actitudes radicales no es privativo de la derecha, entre los miembros de la llamada izquierda las posturas de que ’yo soy el poseedor de la verdad absoluta’ se ha vuelto norma y muchos de ellos no se preocupan por sustentar sus posturas en un respaldo teórico-académico sólido. Todo se resume en la corrección política y el fanatismo de que ’quien no piense como yo debe de ser llevado a la hoguera,’ una situación digna del medievo, aun cuando quienes la adoptan traten de presentarse como adalides del progreso. Eso, nos lleva a concluir con una reflexión del doctor José María Luis Mora Lamadrid quien indicaba: El charlatanismo es la plaga general de la República. Llamamos charlatanismo ese espíritu de hablar de todo sin entender nada; ese hábito de proyectar y hablar de reformas y adelantos que no se tiene la voluntad ni resolución de efectuar; en suma, esa insustancialidad, ligereza y poca atención con que se tratan los asuntos más serios, y de que nadie debería ocuparse sino para tomar sobre ellos resoluciones positivas e irrevocables. Para reflexionar en el hoy. vimarisch53@hotmail.com

Añadido (1) Lo acontecido el fin de semana anterior en Monterrey es un ejemplo de la estulticia humana soliviantada por merolicos, de pluma y verbo, a sueldo de directivos y patrocinadores, quienes hacen creer a los descerebrados que en un partido de panbol (eso no es futbol soccer) habrán de lograr que sus frustraciones se conviertan en logros positivos. Y mientras los estúpidos se matan y golpean, veintidós fulanos en calzoncillos hacen como que juegan, en realidad únicamente les interesa ir a cobrar el cheque próximo. Hoy, todos se alarman y andan espantados. Ante ello, como nos vamos a olvidar de Sor Juana en aquello de ’¿O cuál es de más culpar, /aunque cualquiera mal haga; / la que peca por la paga / o el que paga por pecar?’

Añadido (2) No negamos que los salarios mínimos en México son bajos comparados con otras economías, pero no deben de incrementarse si esto no va ligado a un aumento en la productividad lo cual no sucede de la noche a la mañana y requiere la participación de todos los sectores de la producción. Por ello, seria muy conveniente que quienes ahora proponen elevarlos presentaran un programa que respalde su propuesta. Aumentar salarios mínimos por decreto genera un titipuchal de aplausos al principio. Al final, sin embargo, inmersos en un desgarriate económico, todo acaba en medio de millones de recordatorios familiares. Claro que a algunos no les importa esto, ¿Por qué será?

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