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Enero 08, 2019 19:56 hrs.

Catón › guerrerohabla.com

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Debo a Sir Winston Churchill haber gozado el cuerpo de dos bellas mujeres, y quizá parte de su alma. No pongas esa cara, sobrino, la que pones siempre cuando digo algo que te parece inverosímil. Tu tío Felipe, o sea yo, suele narrar historias que se antojan increíbles y que sin embargo tienen la verdad absoluta de un axioma. Y no me digas lo que aquel necio que en un debate alegó con gran firmeza: ’Yo no acepto los axiomas’. Quizá lo que yo cuento carezca de la poderosa sencillez de esas verdades axiomáticas, evidentes y obvias, según las cuales ’una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo’ o ’el todo es mayor que una de sus partes’. Pero mis relatos son igualmente verdaderos, pues los he vivido y los narro sin mudanza alguna, salvo la que se necesita para llevar a otra parte algunos nombres que debo ocultar por aquello que antiguamente se llamaba caballerosidad. Ahora bien: ¿qué tiene qué ver Churchill con mi modesta vida y con el hecho de que haya disfrutado yo el amor, siquiera haya sido momentáneo, de aquellas dos hermosas damas? Te lo diré. Tú sabes bien, Armando, que la lectura ha sido siempre mi segundo vicio. En algún lado leí acerca de una travesura que hizo Churchill cuando era joven y travieso, antes de ser viejo y travieso. Envió diez telegramas anónimos a otros tantos políticos de su época. En ellos les decía escuetamente: ’Todo se ha descubierto’. Los diez sujetos salieron a escape de Londres. Inspirado en esa anécdota concebí algo que era más que una travesura: era, sin saberlo yo, una galante y galana empresa romántica que bien pudo imaginar Rostand para Cyrano, pero sin las implicaciones eróticas en que luego derivó la mía. No te extrañe, sobrino, que califique a esa aventura de romántica. Entonces tenía yo 20 años, y a esa edad eres romántico aunque no quieras serlo. En aquel tiempo se usaban todavía las máquinas de escribir, y en una vieja Smith-Corona redacté diez mensajes iguales. Si la memoria no me engaña, cosa que dudo pues en el mundo hay actualmente mucho engaño, aquel mensaje decía: ’Perdóneme este atrevimiento, fruto quizá de mi apasionada juventud. Me ha inspirado usted un amor que no puedo ya ocultar. Sé que ese amor es imposible, por eso aspiro sólo a recibir de usted la caridad de un beso. Uno solo, leve como el rozar del pétalo de flor que una gentil reina pasa bondadosamente por los labios de quien en secreto la ama. En nuestro próximo encuentro, ¿podría usted darme ese beso cuyo recuerdo me acompañará toda la vida? Ya es usted dueña de mi eterno amor. Sea también dueña de mi eterna gratitud’. Puse furtivamente ese mensaje en la mano de diez señoras a quienes conocía: amigas de mi mamá, vecinas; todas casadas, muy respetables todas. ¿De cuántas crees que recibí ese beso? De las diez, sobrino. ¡De las diez! Y en siete de los diez casos el beso no fue como el rozar de un pétalo de rosa, sino pasional beso dado con labios, lengua y todo lo demás. ¿Puedes creerlo? Y es que en esos años era yo joven, no mal parecido, y por tanto apetecible para algunas damas a las que quizá faltaba caballero. Dos de ellas fueron mucho más allá del beso. Luego de dármelo me dijeron que me esperaban tal día a tal hora en tal lugar. Estuve ahí y me dieron todo lo que a los besos sigue. Tenía razón mi abuela Liberata cuando amonestaba a sus hijas casaderas: ’Besos que no pidan más no los verás’. Si aún conservara yo mi vieja Smith-Corona, Armando, escribiría otro mensaje, éste dirigido a Churchill, en el cual le expresaría mi admiración por la defensa que hizo de la Gran Bretaña en la Segunda Guerra, y mi agradecimiento permanente por la maravillosa idea que me dio… FIN.

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’Yo no acepto los axiomas’.

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