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Abril 22, 2019 21:06 hrs.

Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

Periodismo ›


Aquel señor era muy mala paga. Prestarle dinero equivalía, según la certera frase de ’El Godoy’, a subir a 10 mil metros de altura agarrado a la picha de un zancudo.

No trabajaba nunca aquel señor. Ignoraba que hay un solo lugar en donde el éxito viene antes que el trabajo. Ese lugar es el diccionario. En la vida primero es el trabajo, y luego viene el éxito.

Por tan explicable motivo -el de no trabajar- aquel sujeto andaba siempre a la cuarta pregunta, frase a la que ayer me referí aquí mismo. Esa expresión, estar o andar ’a la cuarta pregunta’, es muy bonita. Y, como muchas otras cosas muy bonitas, no se usa ya. La tal frase proviene de un antiguo uso eclesiástico. Cuando alguien pedía dispensa de obvenciones –o sea de pagos al sacerdote- para poder casarse, el cura le hacía cuatro preguntas: nombre, lugar de origen, oficio y -la cuarta- si era pobre, tan pobre que mereciera no pagar la suma que el sacerdote recibía por casar a una pareja. Por eso cuando alguien se hallaba en estado de absoluta pobreza la gente decía de él que andaba ’a la cuarta pregunta’.

Así andaba siempre el protagonista de mi cuento. O de mi historia, pues lo que narro es rigurosamente verídico, si bien quizá no histórico. Una cosa es la verdad y otra la Historia. Yo le voy más a aquélla que a ésta, aunque a veces la verdad haya que inventarla. Vivía el personaje del sablazo, de pedir prestado. A quienes le prestaban dinero más les habría valido echar sus centavos por el resumidero: mejores posibilidades habrían tenido de juntarse otra vez con ellos. Antes de darle el dinero debían haber abrazado los billetes con cariño y cantarles en voz bajita por lo menos la primera estrofa de la sentida canción ’Las golondrinas’, pues nunca jamás volverían ya a ver la cantidad.

Y de la renta ni se diga. La dueña de la casa en que vivía ese hombre se gastaba en botica los alquileres de otras casas que tenía.

Le había echado a su deudor hasta abogados -que es mucho echar-, pero el sujeto tenía amigos de cantina, y por ellos el juicio de desahucio dormía el sueño de los justos en un cajón del tribunal.

No trabajaba este talísimo, lo dije ya. A sus compinches les decía con orgullo:

-Dos compañías andan atrás de mí.

-¿Cuáles? -le preguntaban éstos muy interesados.

Y contestaba él entre risotadas:

-La del teléfono y la de la luz.

Y es porque no pagaba los recibos, el malhora.

Un día, al salir muy temprano para buscar a quien daría el sablazo cotidiano, se topó de manos a boca con un hombre en el frente de su casa. Llevaba el individuo unos fierros en las piernas, lo que motivó un profundo sentimiento de conmiseración en el personaje de mi narración. Echó mano al bolsillo y sacó una moneda de 10 centavos.

-Tenga, buen hombre -le dijo con pesaroso acento al de los fierros-. Veo que sufre usted los terribles efectos de la polio. Sírvase aceptar este pequeño óbolo para que se ayude en su necesidad.

Lejos de agradecer la generosa dádiva le respondió el hombre, hosco:

-No se haga usted pendejo. Vengo a cortarle la luz.

Los fierros que el moroso deudor creyó aparatos para la polio eran en realidad el arnés con picos que se amarraban en las piernas los electricistas para subir a los postes de madera. Bendito sea Dios, lo que es la ingenuidad de la gente caritativa.

Opinión
Armando Fuentes Aguirre

Aquel señor era muy mala paga. Prestarle dinero equivalía, según la certera frase de ’El Godoy’, a subir a 10 mil metros de altura agarrado a la picha de un zancudo.

No trabajaba nunca aquel señor. Ignoraba que hay un solo lugar en donde el éxito viene antes que el trabajo. Ese lugar es el diccionario. En la vida primero es el trabajo, y luego viene el éxito.

Por tan explicable motivo -el de no trabajar- aquel sujeto andaba siempre a la cuarta pregunta, frase a la que ayer me referí aquí mismo. Esa expresión, estar o andar ’a la cuarta pregunta’, es muy bonita. Y, como muchas otras cosas muy bonitas, no se usa ya. La tal frase proviene de un antiguo uso eclesiástico. Cuando alguien pedía dispensa de obvenciones –o sea de pagos al sacerdote- para poder casarse, el cura le hacía cuatro preguntas: nombre, lugar de origen, oficio y -la cuarta- si era pobre, tan pobre que mereciera no pagar la suma que el sacerdote recibía por casar a una pareja. Por eso cuando alguien se hallaba en estado de absoluta pobreza la gente decía de él que andaba ’a la cuarta pregunta’.

Así andaba siempre el protagonista de mi cuento. O de mi historia, pues lo que narro es rigurosamente verídico, si bien quizá no histórico. Una cosa es la verdad y otra la Historia. Yo le voy más a aquélla que a ésta, aunque a veces la verdad haya que inventarla. Vivía el personaje del sablazo, de pedir prestado. A quienes le prestaban dinero más les habría valido echar sus centavos por el resumidero: mejores posibilidades habrían tenido de juntarse otra vez con ellos. Antes de darle el dinero debían haber abrazado los billetes con cariño y cantarles en voz bajita por lo menos la primera estrofa de la sentida canción ’Las golondrinas’, pues nunca jamás volverían ya a ver la cantidad.

Y de la renta ni se diga. La dueña de la casa en que vivía ese hombre se gastaba en botica los alquileres de otras casas que tenía.

Le había echado a su deudor hasta abogados -que es mucho echar-, pero el sujeto tenía amigos de cantina, y por ellos el juicio de desahucio dormía el sueño de los justos en un cajón del tribunal.

No trabajaba este talísimo, lo dije ya. A sus compinches les decía con orgullo:

-Dos compañías andan atrás de mí.

-¿Cuáles? -le preguntaban éstos muy interesados.

Y contestaba él entre risotadas:

-La del teléfono y la de la luz.

Y es porque no pagaba los recibos, el malhora.

Un día, al salir muy temprano para buscar a quien daría el sablazo cotidiano, se topó de manos a boca con un hombre en el frente de su casa. Llevaba el individuo unos fierros en las piernas, lo que motivó un profundo sentimiento de conmiseración en el personaje de mi narración. Echó mano al bolsillo y sacó una moneda de 10 centavos.

-Tenga, buen hombre -le dijo con pesaroso acento al de los fierros-. Veo que sufre usted los terribles efectos de la polio. Sírvase aceptar este pequeño óbolo para que se ayude en su necesidad.

Lejos de agradecer la generosa dádiva le respondió el hombre, hosco:

-No se haga usted pendejo. Vengo a cortarle la luz.

Los fierros que el moroso deudor creyó aparatos para la polio eran en realidad el arnés con picos que se amarraban en las piernas los electricistas para subir a los postes de madera. Bendito sea Dios, lo que es la ingenuidad de la gente caritativa.

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A la cuarta pregunta’

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