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Marzo 03, 2014 15:33 hrs.

Fernando Pascual › diarioalmomento.com

Religión ›


Aunque la obra fue publicada hace años, “El niño que jugaba con la luna” conserva una frescura y una fuerza particulares. Su autor, el padre Aimé Duval (1918-1984), llegó a ser famoso. Sacerdote, jesuita, cantante. Viajaba y viajaba por el mundo. Con sus canciones llenaba los corazones de esperanza. Pocos sospechaban que detrás de su pasión por comunicar a Dios a través de la música había un drama: el drama de un hombre que vivía encadenado al alcoholismo.

El sacerdote que era alcohólico

Se podrían recoger y comentar muchas páginas de su libro-testimonio, publicado inicialmente en Francia (1983) con el pseudónimo de Lucien, y luego en castellano al año siguiente (en la editorial Sal Terrae, que es la que aquí cito), ya con el verdadero nombre de su autor.

Me fijo especialmente en una idea: la sensación continua de vivir incomprendido. Esa idea acompaña la narración con la que el padre Aimé explica su hundimiento y su resurrección.

En diversos momentos esa sensación se convierte en crítica. Crítica a quienes no comprenden, a quienes condenan, a quienes viven tranquilos desde su salud y desprecian a los “enfermos” cautivados por el alcoholismo. Crítica a sí mismo, al sentirse incapaz de abrir los ojos y de reconocer la gravedad de su estado.

Una página expresa parte de esta idea, al explicar cómo le resultaba imposible mirar cara a cara su situación.

“Me decía a mí mismo, por ejemplo: ‘puede ser que beba más de la cuenta, pero es por culpa de mis compañeros, que me tratan con frialdad’, cuando, de hecho, me trataban con frialdad porque bebía en exceso. ‘puede ser que beba más de la cuenta, pero es por culpa de los recitales, que me agotan’, cuando, de hecho, los recitales me agotaban porque el alcohol me debilitaba. ‘Puede ser que beba más de la cuenta, pero es por culpa de mi superior, que me mira con malos ojos’, cuando, de hecho, mi superior se sentía molesto por mi forma huidiza e incomprensible de comportarme” (página 45).

Por eso la clave de la curación se encuentra en ese momento doloroso y necesario de reconocer la verdad: soy alcohólico. Un momento que no puede dejar de lado la certeza de que existe un Dios para quien la propia vida es siempre importante.

Otro aspecto importante es la inmensa gratitud que el padre Aimé siente hacia los Alcohólicos Anónimos, que se convirtieron en auténticos compañeros de camino hacia la curación y con quienes colaboró para lograr que otros hombres y mujeres pudieran salir del túnel de un mal devorador.

“El niño que jugaba con la luna” presenta un drama que afecta a millones de personas en tantas familias y lugares del planeta. La sinceridad de quien contó su historia, precisamente un sacerdote famoso y lleno de ideales, puede ayudar también hoy a quienes están atrapados por el alcoholismo y a quienes, con un cariño heroico, buscan acompañarlos en el camino que lleva hacia la liberación y hacia una vida sana y buena.

@yoinfluyo

fpa@arcol.org

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Drama de un sacerdote alcohólico

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