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Febrero 23, 2020 10:34 hrs.

Fernando Irala › tabloiderevista.com

Seguridad ›


Catalizada por el asesinato de la niña Fátima en Xochimilco, y catapultada por la instantaneidad de las redes sociales, la convocatoria a un paro de mujeres el lunes nueve de marzo ha tenido una respuesta sorprendente y abrumadora.
La urgencia de acciones que detengan y reviertan la ola de violencia en la que el país se ha sumergido se vio aquí concretada.
La demanda de una nación segura es obvia y elemental. No se trata de una protesta contra el gobierno, aunque el gobierno se vea exhibido por su falta de estrategia y la ausencia de resultados.
Se trata de la aspiración a vivir sin sobresaltos y sin miedo, a que la delincuencia esté acotada, a que el respeto que hoy se proclama para los delincuentes no se anteponga a la protección de los ciudadanos, de las mujeres, de los niños.
Hay tal fuerza y tal justeza en el movimiento emplazado, que en las instituciones públicas y privadas se ha producido una respuesta prácticamente unánime: apoyar y no obstaculizar a las trabajadoras que se unan a la protesta anunciada.
Si el paro tiene el éxito que se vislumbra, nuestro país vivirá la inimaginable experiencia de un día sin la participación femenina en la vida pública y productiva, y sin duda moverá a la reflexión sobre las políticas para frenar la violencia de género, en particular los extremos de feminicidios e infanticidios.
Tampoco cambiará mucho las cosas. No lo hará porque en el gobierno hay una cerrazón para tratar siquiera de entender la gravedad del problema y el hartazgo social. Al igual que en 2004 en la crisis de inseguridad en la ciudad de México, un ejercicio fuera de control del gobierno es visto como un movimiento opositor, y ya desde ahora se le descalifica, se le empequeñece, o se le pretenden encontrar aviesas intenciones.
Cada quien toma su lugar en la historia.

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El paro del 9M

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