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Noviembre 03, 2021 23:27 hrs.

Roberto López Moreno › tabloiderevista.com

Periodismo ›


A Liudmila Yivkova
-Uúhhhh uúhhhh uúhhhh uúhhhh
Al entrar la noche, el tecolote que andaba merodeando por esos rumbos desde hacía algunas semanas, refugiado entre las frondosas parras que se encuentran más allá de los tecorrales, por donde se oyen con mayor claridad los murmullos del río, emitió su sonido.
-Uúhhhh uúhhhh uúhhhh uúhhhh
Repitió con insistencia, como queriendo avisarles a todos de su presencia misteriosa que crece inflada de plumas entre la espesura de las sombras rurales.
-Uúhhhh uúhhhh uúhhhh uúhhhh
Así dijo el tecolote
-Uúhhhh uúhhhh uúhhhh uúhhhh
Así, dijo el tecolote, y muchos metros más allá, en donde empieza el caserío, Metztli dijo en voz baja: ’Cuando el tecolote canta el indio muere’.
Metztli era una bella muchacha, quizá la más bella de un pueblo que como ya habíamos dicho, se arrullaba todas las horas y los días con los murmullos del río. Ella era descendiente de los más antiguos habitantes de esas tierras, de hombres grandes que con grandes esfuerzos y con su inteligencia habían creado imponentes palacios de piedra y edificado una cultura con la que eran capaces de descifrar los hermetismos del universo.
La belleza de Metztli era indescriptible, tal era, que deslumbraba con su presencia al resto de los moradores de ese pueblo, a los diversos animales del campo: el Conejo Saltaditos, la Hormiga hacehace, la Cotorra Güirigüiri, el Burro Filósofo y a todos los demás seres que alegran con su existencia los días y las noches.
Metztli, la bella, era hija de una familia de campesinos y todos los campesinos de esa región eran descendientes de aquellos hombres que hicieron los palacios de piedra y aprendieron a leer los diferentes signos del cielo.
Ahora la familia de Metztli, al igual que las demás familias que convivían en la planicie aquella, se dedicaban a labrar la tierra y en sus labores era acompañada diariamente por la Hormiga Hacehace, el Conejo Saltaditos, la Cotorra Güirigüiri, el Burro Filósofo y muchos otros animalitos bullangueros. En recuerdo a los hombres de los que descendían, muchos nombraban a los miembros de estas familias con la palabra: ’indios’. Los indios eran seres como todos los demás, que trabajaban y pretendían disfrutar del producto de su trabajo, como todos los demás.
Pero entre esta gente había también raras creencias, como ésa que les hacía repetir cada vez que el tecolote hacía uúhhh uúhhh uúhhh entre la oscuridad de las frondas: ’Cuando el tecolote canta el indio muere’.
Un día de tantos, la india Metztli, la bonita, se enamoró de un joven trabajador del campo y después de muchas noches de serenatas acompañadas con tonadas de grillos y canciones del río murmurador, terminaron contrayendo matrimonio.
Era mucho el amor que Metztli sentía por la vida, por eso en las noches iluminadas solía platicar con los diferentes rayos de luna que entraban por su ventana y con luna se vestía, y con luna alimentaba su cuerpo y sus sueños; pequeños pedacitos de luna que tenían los sabores más finos de la miel eran saboreados por Metztli, la linda, la bonita.
Así fue como poco a poco le fue creciendo el vientre, eran pedacitos de luna los que le crecían adentro cada mes que pasaba a la orilla del pueblo y a la orilla del río. La luna, por su parte, bajaba todas las noches a proporcionarle su alimento diario, su ración de luz con sabor a miel.
Así paso el tiempo y después de varios meses de una vida compartida con el Conejo Saltaditos, la Hormiga Hacehace, la Cotorra Güirigüiri, el Burro Filósofo y muchos otros animalitos bullangueros, una noche volvió a aparecer el viejo tecolote entre las parras que están más allá de los tecorrales, con los ojos tan abiertos como el cielo, con el plumaje palpitando como el cuerpo de la bella Metztli.
-Uúhhhh uúhhhh uúhhhh uúhhhh
Así dijo el tecolote a las doce de una noche profundamente oscura. -Uúhhhh uúhhhh uúhhhh uúhhhh dijo el tecolote y a esa misma hora mientras el tecolote cantaba, el vientre de Metztli un niño nacía. El niño indio nació iluminando el campo; era un niño que en sus ojos tenía los resplandores de la luna, igual que todos los niños que nacen en el planeta.
JANITZIO
-Chas.
Había una vez, hace tanto, tanto tiempo, que viene siendo el tiempo de hoy, un país lleno de maravillas en donde pronunciar la palabra ’chas’ significaba lo que en nuestro idioma entendemos como ’hora’. Esto era en la vieja Rusia, que de tan antigua es tan actual. Cuando en aquellas regiones la gente decía la gente decía ’chas’, la hora que era todas las horas que habían pasado y las que vendrían, bajaba a pasearse por las calles de Moscú y de otras ciudades similares.
A enredarse en las doradas cúpulas de la iglesias, cúpulas que tenían la forma de enormes cebollas y que parecían haber sido arrancadas de las páginas en donde viven los más fascinantes y antiguos cuentos orientales. Decir ’chas’ en Moscú era decir el tiempo de ayer, de hoy y de mañana.
-Chas.
En el idioma inglés, ese mismo sonido, pero dicho con la boca chueca, como si acabara de salir de una aguda parálisis facial y agregándole gráficamente ’e’, así. ’chase’ significa perseguir. Ese era el grito que se escuchaba de continuo sobre las extensas planicies resecas y rocosas de Texas, Arizona, Nuevo México o California cuando se daba caza a prolíficas manadas de búfalos, entre polvaredas espesas y escándalos de jinetes fatigados y enfurecidos. También tras ese grito, ejércitos de ’caras pálidas’ trabajaron combates contra tribus de apaches y pieles rojas. Las llanuras se estremecían en fragor de lucha en el momento en el que las flechas y la pólvora se mezclaban y los aullidos y las voces de guerra cabalgaban con estruendo.
-Chas.
Con una ligera variante en el sonido, los antiguos mexicanos del sur decían ’chac’, y con esa sola palabra estaban diciendo vido, porque decían agua. Chac era el dios del agua. Al dios Chac se le hacían fiestas y se le rendían ofrendas porque gracias a él, a su amor por los mexicanos de entonces, los campos florecían y las siembras fructificaban. El tiempo caminaba con la fuerza del agua, con el poder de Chac.
-Chas…, chas…
El tiempo pasaba lentamente sobre el agua. Juanito Pescador hundía el remo en la oscura masa líquida, con ritmo suave. Era muy niño y no sabía aún de antiguas y bellas historias orientales ni de bárbaras carreras sobre los desiertos, él había empezado por aprender los secretos del agua, que a esas horas de la madrugada guarda rumores fresquecitos, olorosos de humedad.
En la madrugada salían los pescadores de la pequeña isla de Janitzio y Juanito con ellos, para deslizarse suavemente sobre las quietas aguas de la laguna de Pátzcuaro en pos del pez blanco. Los utensilios propios para la pesca eran unas peculiares redes que salían por ambos lados de las barquitas y que eran hundidas en forma alterna en el agua, con una cadencia musical en la que predominaba aquel chas, chas, chas, chas, chapaleado entre las sombras. Parecían alas bajando a acariciar el agua.
-Chas…, chas…
Los pescadores de Janitzio conocían las rutas y los secretos de la laguna y Juanito Pescador también había empezado ya a hacer suyo ese lenguaje de signos nocturnos. Cuando aquellas redes que parecían alas desplegándose en las sombras, sacaban de las entrañas cristalizadas del dios Chac un puñado de pececillos blancos, Juanito Pescador sabía que en esos momentos palpitaban entre sus redes los suspiros de una bella princesa purépecha amarrada con sogas de soledad al fondo de la laguna. A lo lejos, desde la orilla, se desataba con la ayuda de una guitarra que siempre permanecía despierta, la voz del cantor Camarillo:
’Y como esa princesa
nunca supo de amores
por eso es la virgen
de los pescadores,
por eso es la virgen
de los pescadores…’
Juanito Pescador sentía mucha ternura por la princesa cautiva y por eso tomaba entre sus manos, con sumo cuidado, los suspiros palpitantes, con forma de pececillos blancos, mientras esperaba el día señalado para rescatarla. Para ello contaba con la ayuda de alguien que, poco a poco, se había ido haciendo un íntimo amigo suyo, el tiempo…
-Chas…, chas…, chas…, chas…
En eso soñaba Juanito Pescador frente a la isla de Janitzio. Paulatinamente iba amaneciendo. Los remos y las redes se movían cadenciosamente; el tenue chas chas volaba entonces entre las alas del viento mientras el agua de Pátzcuaro se poblaba de mariposas.
Del libro para niños "Los ensueños de don Silvestre". Edt. Presencia Latinoamericana. Dos cuentos.

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El Tecolote

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