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Noviembre 08, 2015 21:17 hrs.

Lilia Cisneros Luján › diarioalmomento.com

Periodismo ›


Una colorada (vale más que cien descoloridas) En el colmo de los colmos, los responsables de la seguridad integral de quienes viven o deambulan por México, encontraron una lápida en la cual se ocultaba droga.
Casi simultáneamente se publicitó, con toda la parafernalia de la nota amarillista de los medios electrónicos, el descubrimiento de otras fosas clandestinas en diversas geografías de la república y todo ello en el marco de la celebración del día de muertos, casi mimetizado con el haloween y envuelto en concursos de catrinas y disfraces monstruosos cuyos ganadores no fueron dados a conocer con tanta efusividad como el tema de los “restos” encontrados.
Bien sea que lo reduzcamos al final de cualquier organismo vivo por su “imposibilidad orgánica de sostener el proceso homeostático” o que nos estemos refiriendo a la separación de la esencia física de la espiritual en los humanos; la muerte[1] es casi la piedra angular de la filosofía[2] las religiones y hasta la ciencia.
Poner velas, alimentos y flores en espera del regreso del fallecido como marca la tradición mesoamericana, no es otra cosa que la expresión de un anhelo de evitar la muerte, lo mismo si esta es “natural” o “violenta”. Son muy diversos los hechos humanos que aminoran el dolor de la separación por el fin de la vida de un ser querido.
Saber en dónde quedaron los restos es uno de ellos. Una lápida con los datos mínimos –fechas de nacimiento y muerte bajo el nombre del sepultado- es una forma de prolongar la historia de alguien.
Tiempos hubo que las tumbas fueron verdaderos monumentos y hasta obras de arte, sobre todo en el credo católico; sin embargo tanto por la saturación como por el cambio de “modas, usos y costumbres” los cementerios cada vez son más sitios de olvido, descuido y verdadera muerte. Algunos de estos se mantiene “vivos” por el filón que resulta de la visita turística de quienes desean admirar alguna obra escultórica e incluso por la morbosa inclinación de mentes enfermas que deambulan por sitios en espera de la aparición de un alma castigada que vio el fin de su vida biológica pero no así la de su existencia atormentada.
En la forma de enfrentar la muerte se conoce cuál era la percepción de la vida –de una persona, familia, o sociedad- desde los grupos más antiguos y simples, hasta el siglo XXI, donde a los cuerpos sin vida se les disuelve en ácido, se les desmiembra, quema o entierra clandestinamente y en el extremo se les pone a caminar muertos como en las serie televisiva de moda.
Son muchos los sitios de “misterio y horror” en los cuales ningún ser vivo desearía terminar, desde el anfiteatro de una universidad pasando por la fosa clandestina hasta cementerios abandonados como el situado en Josefov –Praga- creado en 1439, según la lapidada de Avigdor Karo primero de los miles de judíos ahí sepultados pues a lo largo de 300 años, aquellas personas no podían ser depositadas en otra parte.
Es curioso cómo la gente se horroriza ante la posibilidad de que sus restos vayan a una fosa común, pero tranquiliza su ánimo ante la certeza de que será cremada y arrojada a las aguas de un río o una poza construida ex profeso por los comerciantes del budismo moderno.
Filosóficamente se ha analizado la muerte en el naturalismo, el estoicismo, el platonismo, el cristianismo, y muchas otras corrientes incluidas aquellas de sociedades tribales cuya cultura enterraba, exponía en palizadas para que la naturaleza se encargara de disponer de los restos, quemaba en barcazas lanzadas al mar o esparcía cenizas al viento como hoy se usa. Pero en todos los casos lo que hay es un anhelo de mantener la vida, ya sea por mimetizarse con energías del universo, reencarnación en otro ser viviente o resurrección del espíritu según el credo cristiano. En esta idea de supervivencia e inmortalidad las lápidas van siendo sustituidas por cofres que guardan cenizas provenientes de un horno común que igual mezcla las de su difunto con las de los tres incinerados previamente.
Y es que la muerte a final del día es un fenómeno social, que afecta de distinta manera si por cuestiones de espacio o discriminación se tienen que apilar los restos de diez cuerpos en una sola tumba –como el caso del cementerio judío citado- o por el tema de costos en vez de capilla, su familiar termina sobre el mueble principal de la sala. Y es que el término de la vida afecta no solo a los moribundos o los fallecidos sino especialmente a los sobrevivientes.
Hacer de este fenómeno una “causa” como la de Ayotzinapa, los miles de desaparecidos desde la llamada guerra fría nacional y los no encontrados después de un secuestro solo demuestra que la muerte es algo propio, que me quita lo que amaba o me pone frente a la posibilidad de perder mi propia vida. ¿Qué me es más cómodo, contar con la concesión de un espacio “propio”, al cual debo trasladarme para observar el estado de la lápida o tener una urna llena de quien sabe que cenizas en sala? Si la muerte en esencia significa separación, quizá emocionalmente me es más reconfortante lo segundo; pero a final de cuentas lo que está en juego es mi posibilidad de seguir unido, más allá de lo que diga una lápida que según la creatividad humana ya puede ser utilizada como contenedor de drogas prohibidas.
Se cual fuere su visión, la muerte implica un análisis del sentido de la vida y la posibilidad de la inmortalidad, por igual si se niega que si se acepta y el circunscribirla a un mero acto comercial, deja a los humanos sin la posibilidad de esta reflexión haya o no lápidas.
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[1] La palabra “muerte” se encuentra más de 300 veces en la Biblia y más allá del ámbito biológico es considerada por todas la corrientes del pensamiento humano a lo largo de la historia
[2] “La filosofía es una meditación de la muerte”. Es un commentatio mortis” Cicerón “una buena manera de probar el calibre de una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte” Santayana



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