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Abril 28, 2019 16:56 hrs.

Autor: Olga de León › guerrerohabla.com

Religión ›



Publicacion: 28-04-2019

Señor, no es esto lo que yo pedía, ni esperaba que pasara, pero tú has hablado claro y fuerte: ¡Gracias, Dios, gracias!
La mujer caminaba por la orilla interna de la banqueta, siempre pensó que esa era la parte por donde debían circular las mujeres; los hombres hacia afuera. Iba ensimismada en sus pensamientos, tenía que hacer que su dinero alcanzara para todos los gastos, su esposo no podía darle más, le entregaba el noventa por ciento de sus ingresos, él se quedaba solo con el resto. Y, a veces, ese diez por ciento a él no le alcanzaba para lo mínimo que gastaba. Ella también percibía un sueldo por su trabajo, un pago modesto, un poco más que el del marido; y ni juntando ambos le alcanzaba a veces para todo, siempre había algún pago o un gasto que no se podía hacer, aunque fuera necesario.


¿Cuándo empezaron a empeorar las cosas, no solo para ella sino para toda la gente de su pueblo, de su estado, de su país? No lo recordaba con precisión, pero ya hacía algunos años que la economía de casa y de la nación andaba muy mal. No era una ignorante, tenía estudios universitarios, con maestría, sabía lo que pasaba y lo que no sería posible que cambiara, ni de la noche a la mañana, ni siquiera en dos, tres o cinco años; a lo mejor primero se moriría, que vivir sin preocupaciones por hacer rendir el presupuesto; por eso vivía preocupada, porque entendía lo difícil de la situación.


Leer la prensa o escuchar las noticias en la radio o el televisor era deprimente; poco a poco dejó de hacerlo, desafortunadamente aún le quedaba un medio de enterarse, las redes sociales, a través de Internet, y en su celular. Debería dejar de ver esos medios modernos que estaban acabando con su tiempo, su tranquilidad y su libertad: era prisionera de los medios informativos: como todo el mundo, de una u otra forma prisioneros de algo.


Se suponía que las cosas irían a cambiar, el pueblo salió a votar por la opción que les ofrecía un cambio real, una mejoría en todo; un apoyo para los más necesitados. Y, la clase media, también era de las más necesitadas, ¡cómo carajos que no!, si sobre sus espaldas estaba todo el país. Los ricos cargaban con lo suyo, sus intereses, incrementar sus ingresos, ver a quién fregaban más para tener ellos más; los pobres, esos ni sabían que eran tan pobres, porque siempre habían vivido así, sumidos en pobreza y faltos de casi todo. Por lo que cualquier ventanita que se les abriera para obtener algo más, sería bienvenida, sin importar las consecuencias por la procedencia de lo que así obtenían.


Llegó el nuevo gobierno, el que ofrecía decencia, honradez, equidad y justicia. Pero, al parecer, una vez que todo empezó a cambiar, no cambió lo suficiente ni en el sentido exacto y necesario que todos esperaban. La gente empezaba a desesperarse. Al país lo dejaron hecho un desastre. Pero, no se podía castigar lo hecho antes. Los corruptos y rateros y asesinos de sexenios pasados, no irían a la cárcel, no se les quitarían sus bienes, riquezas y capitales mal habidos. ¿Entonces… en dónde quedó lo prometido?


La mujer seguía caminando del lado interno de la banqueta, iba a paso ni demasiado lento ni muy de prisa. Su edad, sus males de la columna y sus pasos pequeños dada su estatura también más pequeña que media, no le permitían avanzar rápido. …pero, seguía pensando, en lo que tenía que comprar y luego con lo que le quedara, cumplir con el adeudo de los servicios y dejar un poco sin retirar del banco (de su nómina) para empezar con la reparación de su carrito, pues no podía comprar uno nuevo ni tampoco quedarse sin auto; y el que tenía (casi 15 años de antigüedad) la dejaría tirada en cualquier momento, si no lo llevaba al mecánico.


Habían pasado escasos cuarenta minutos de que salió de su casa y poco más de cinco minutos de que emprendió a pie el resto del camino al Monte Pío, ya le faltaba poco para llegar. En eso, sintió que un par de lágrimas rodaban por sus mejillas, las retiró rápidamente con sus dedos, no podía darse el lujo de arrepentirse por ir a empeñar sus queridas prendas: su anillo de graduación, el de oro blanco con un pequeño diamante que había sido de su madre, los pendientes con diamantes y perla, la cadena de… y otras piezas más. No, no lloraría. Lo que iba a hacer era necesario, además, recordó una frase muy trillada, pero que en ese momento le vino como anillo al dedo a su conciencia y a su sentimentalismo: ’Los bienes son para remediar los males’; ’ya vendrán mejores días’, también se dijo esto último en silencio (a pesar de saber perfectamente que era mentira; no se engañaba).


Llevaba del lado de la pared de los edificios, por donde caminaba, fuertemente apretada contra sí su bolsa, que a la vez pendía un poco de su hombro izquierdo: era precavida. Además, a pesar de la pesadumbre que cargaba sobre sus hombros, no dejaba pasar detalle de la gente y lo que sucedía por donde caminaba. No iba exponerse a que le arrebataran la bolsa en que iba la última esperanza de librar bien la quincena.


…Y ella creyó en el cambio, en que ya no sería más de lo mismo, en que el nuevo gobernante era un hombre honesto, de buen corazón y decidido a mejorar las cosas –todas- de su país. …y seguía creyendo en el nuevo gobierno. Jamás creyó en los ídolos de barro, no adoraba por adorar a cualquiera, en realidad a nadie. Jamás tuvo ídolos de la música de moda, ni idolatró a ningún artista del celuloide o de la TV, ni de la farándula. Siempre pensó que no había estudiado una carrera universitaria para ser fan de nadie, ni ciega ante la realidad.


Por fin, estaba ante las puertas cuyo umbral jamás había traspasado, ni para comprar ni para empeñar, El Monte de Piedad. Y, allí, antes de entrar, las lágrimas corrieron por sus mejillas como el caudal de una presa de agua, a la que se le han roto sus diques. Giró sobre sus talones, dio un par de pasos hacia un lado de la puerta y lloró como una Magdalena: ¿Qué hacía ella allí? ¿Cómo pudieron las cosas, las finanzas de su hogar, llegar a tal punto?, se preguntaba mientras sin siquiera intentar secar las mejillas, su cuello ni sus ojos… Y, sin darse cuenta de cómo pasó, sus pies resbalaron, sus piernas no la sostuvieron y cayó junto a la pared, quedando de frente hacia la calle, sentada en la banqueta.


Lo primero que vino a su memoria, fue: ’Dios mío qué hago aquí’. Trató de incorporarse, pero las piernas no se movían, sus rodillas no se doblaban… Así que bajó la cabeza sin soltar su bolsa en ningún momento, manteniéndola apretada junto a su costado, frotó sus pantorrillas y como pudo dobló un poco las rodillas para tratar de pararse. Nada. Estando en esa posición, un hombre elegantemente vestido, dejó caer a un lado de ella, un billete de quinientos pesos.


Sorprendida, la mujer quiso decirle que se le había caído seguramente sin que se diera cuenta, pero para cuando levantó su cabeza el hombre había subido a un auto de lujo que seguramente había pasado por él. Tomó el billete y lo guardó en su bolsa. Nuevamente intenta levantarse, ahora haciendo girar su cuerpo un poco para impulsarse con las manos o apoyando los codos, aún no lo decidía, cuando en ese lapso cinco personas más pasaron y cada una le dejó un billete: dos de cien, uno de doscientos y otras dos de cincuenta cada una.


Para cuando pudo levantarse, sostenida en pie aunque sin caminar, sacudió un poco sus ropas y se arregló el cabello que tenía despeinado, entonces, varios billetes habían dejado en su bolso cubierto de tierra y abierto. Finalmente, entró a la casa de empeño, y mostrándole al de la ventanilla lo que llevaba, le preguntó: -¿Cuánto me puede dar en efectivo por esto, y en cuánto tiempo puedo pagar si no lo quiero perder? Tras unos minutos de examinar bajo lupa, lente de aumento y pasar por una pesa, el hombre le contestó: seiscientos pesos, no más.


La mujer, que no era otra que la representación de la clase media en este pobre país, tan rico, tan saqueado, cuyo nuevo gobierno ahora pretende infundir maltrato a los más nobles y mejores hombres, que están al servicio de la causa, imponiéndoles más horas de trabajo, por no castigar ni quitar lo mal habido a todos los saqueadores de gobiernos anteriores… Esa mujer, con recato y cuidado, revisó cuánto dinero había en su bolsa. Acto seguido, elevó los ojos, como viendo al cielo, y dijo: -Señor, no es esto lo que yo pedía, ni esperaba que pasara, pero tú has hablado claro y fuerte: ¡Gracias, Dios, gracias!



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