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Mayo 13, 2019 19:35 hrs.

Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

Periodismo ›



Decía un individuo, hosco:

-El estado perfecto es la viudez. No importa que yo sea el muerto.

La verdad es que nosotros -me refiero a los señores- casi siempre somos el muerto. Generalmente nos sobreviven nuestras esposas, lo cual está muy bien, muy ajustado a las leyes de la naturaleza y la razón. Y si no, saque usted la cuenta de cuántas viudas conoce, y cuántos viudos, y verá que la a le gana a la o.

Antes, en tiempos de nuestros abuelos, había más viudos que viudas, pero es que la mortalidad era grande en la mujer, por aquello de los partos. Cuando una mujer quedaba embarazada sus posibilidades de morir eran fifty fifty. Y aun así iban gustosas al tálamo nupcial, y las que no hacían encargo al mes de casadas andaban pesarosas y llenas de inquietud.

También había mucha mortalidad infantil. Ahora que anduve por España supe de un cementerio de pueblo donde está la tumba de una niña que murió al poco tiempo de nacida. Los afligidos padres pusieron en su lápida esta sentida endecha:



¡Damianita!

¡Nos dejaste a los tres meses!

¡Qué pronto empezaste a darnos disgustos!



Ya no se estilan los lutos largos. (Entiendo que ahora ni los lutos cortos se estilan ya). Y qué bueno, porque antes las mujeres andaban perpetuamente vestidas de negro. Al luto por el padre seguía el luto por el esposo, o por el hijo, o por un primo segundo, o por un tío que ni siquiera habían conocido y que murió en Río Verde, San Luis Potosí.

-Ya quítate el luto -les decían a las señoras sus amigas-. Te va a dar tiricia.

’Tiricia’ era ictericia. Pero no se lo quitaban, y pasaban de un luto a otro, y de otro a un tercero.

Había excepciones, claro. En cierto baile un guapo mozo nombró a una muchacha. Eso de ’nombró’ significa que la invitó a bailar.

-Nomás báileme despacito -solicitó la joven-, porque tengo luto.

Hace unos días una reportera de El Norte fue a entrevistar a un señor que vivía en un rancho del sur de Nuevo León. Tenía 104 años el bendito; era, al parecer, el ciudadano más viejo del Estado. Estuvo casado cinco veces, y a sus cinco mujeres enterró.

La reportera le pidió la receta de su longevidad. ¿Qué había hecho para vivir tanto? La respuesta del señor es un compendio de sabiduría de la vida. Contestó:

-Comí bien, dormí bien y cogí bien.

-Ay, señor -se azaró la reportera-. Eso no lo puedo publicar.

-¿Entonces pa’ qué me pregunta? -se enojó el viejito.

Hay hombres que hacen bien en morirse, porque son muy necios. En Parras había un señor así, un tal don Jesús. Cuando murió, su viuda lo veló en la casa, según se usaba entonces. A eso de las 3 de la mañana se retiró el último doliente, y ella dejó la puerta emparejada y se fue a recostar un poco para descansar. Pasó un borrachín y vio por la ventana que había muerto tendido. Se metió, pues siempre en los velorios había algo para remojar el gurguñate. No vio a nadie, de modo que asomó la cabeza al segundo cuarto y gritó con estentórea voz:

-¿Qué no hay café?

-¡Ay, Jesús! -respondió desde su cama la señora-. ¡Tú ni muerto me dejas descansar!

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Viudas y viudos. Viudos hay más pocos

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